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"Imposible entrar allí dentro. Parece una pesadilla que de pronto nubla la vista y quita la respiración. Pilas enormes de trapos de toda suerte, basura horrorosa, la muerte y la miseria amontonada... llenan el local. Un olor irresistible impide el paso. Por el aire flota una niebla espesa, parda. Y lo que da frío es mirar que entre aquellas nieblas de lo infecto se ven moverse unas sombras, que van y vienen silenciosas, con tristeza de resignada sumisión; son las mujeres que eligen los trapos y los clasifican. Allí están entre pingajos y porquerías, respirando la muerte, viviendo entre los gérmenes de la tisis y la tifoides, llenando sus pulmones con miseria condensada, las mujeres que ganan treinta o cuarenta céntimos diarios... en diez horas de trabajo" (Eduardo Chávarri, Industrias de la muerte. 1903)
El capitalismo en el Estado español, como en todos los demás países, sólo logra desarrollarse sobre la base de una explotación feroz de toda la clase obrera y en particular de uno de sus sectores más oprimidos, reprimidos y vejados: la mujer trabajadora. Ésta, junto con los niños, es sometida a todo tipo de trabajos en las condiciones más humillantes posibles. Pero, también es cierto, que es el capitalismo y ningún otro sistema clasista anterior, el que hará posible la incorporación de la mujer a la producción social y con ella pondrá la base para que ésta desarrolle una conciencia de su doble opresión como obrera y como mujer. El capitalismo creó la clase que, como Marx expresó, sería algún día su sepulturero; con la introducción de la mano de obra femenina en las fábricas el sepulturero del capitalismo se hizo doblemente poderoso.
La debilidad del capitalismo español por el lento desarrollo de la industria y por las guerras con las antiguas colonias, sometió a la economía durante todo el siglo XIX a crisis cíclicas que recayeron sobre las espaldas de los más pobres. La burguesía española como clase, fuera de algunos individuos concretos, no rompió como en el caso francés con la monarquía, ni con la iglesia, ni con los terratenientes. La falta de una base económica en la que creciera una burguesía poderosa hizo que ésta mantuviera enormes vínculos con las clases que provenían del Antiguo Régimen. Así, burgueses y aristócratas se confundían unos con otros, poseyendo entre ellos la mayor parte de la riqueza tanto agrícola como industrial.
Esta conexión entre la nueva burguesía débil y la aristocracia tuvo su repercusión directa en el terreno político, incapacitando el desarrollo de partidos y organizaciones liberales potentes. Es por esto que, exceptuando momentos históricos concretos y breves como fue la constitución de la primera República, la cual admitió algunos pequeños derechos también para las mujeres, la política estuvo siempre dirigida por los vestigios del Antiguo Régimen, hasta la proclamación de la II República en 1931.
El endeble desarrollo económico también dejó su estampa en el lento crecimiento de un movimiento feminista. En Estados Unidos la industrialización revolucionaba todas las relaciones sociales, especialmente las relaciones entre las clases, pero también entre negros y blancos, entre hombres y mujeres, etc. Precisamente estas últimas jugaron un papel importante junto con la clase obrera en la lucha contra la esclavitud, pues muchas de ellas se sentían también esclavas de sus patrones, por ser terriblemente explotadas en las fábricas, y de sus maridos en sus casas. De esa pujante progresión económica fue dónde se creó la base para el surgimiento de los primeros movimientos feministas que tenían como una de sus principales reivindicaciones el sufragio femenino y que, por su heterogeneidad (sus miembros podían ser desde mujeres de la pequeña o mediana burguesía a obreras), tuvieron reivindicaciones interclasistas. Si exceptuamos la reivindicación de "igual salario" que acompañó al movimiento feminista desde sus comienzos, la mayoría de las demandas, como el acceso a profesiones que para entonces les estaban prohibidas (abogacía, etc.) o el acceso a las carreras universitarias destinadas sólo a hombres, etc., las reivindicaciones de las feministas quedaban muy lejos para la gran mayoría de las mujeres, las cuales ni siquiera podían soñar con ir al colegio, pues desde su infancia sólo tenían como destino el duro trabajo. Aún así el movimiento feminista logró aglutinar a miles de mujeres, especialmente provenientes de la clase media urbana.
Pero esto ocurría en Estados Unidos o en Inglaterra. En el Estado español no existió un movimiento feminista liberal como tal porque el desarrollo económico no dejaba lugar. Esto no quiere decir que las mujeres no hubieran estado comprometidas con la política, aunque no hayan sido destacadas por los que escriben la historia. En cualquier convulsión social, las mujeres estuvieron presentes e imprimieron a las luchas su enorme fuerza. Así, como explica Mary Nash en su obra "Rojas", las obreras de Barcelona en 1820 ya formaron escuadrones de milicianas armadas con picas, las cuales tenían la tarea de asistir a los heridos de la causa liberal; la ejecución de Mariana de Pineda, que fue un aviso de los absolutistas para que a nadie, especialmente a ninguna mujer, se le ocurriera volver a ayudar al movimiento liberal clandestino; o el batallón femenino liberal que apoyó al general Lacy.
Por supuesto existieron mujeres que aportaron reivindicaciones a la lucha por la igualdad desde un punto de vista liberal como Concepción Arenal, pero no fueron capaces de levantar un movimiento de masas. A diferencia de esto, el movimiento femenino estuvo tremendamente polarizado desde sus comienzos, y lo que encontramos son organizaciones femeninas de derechas, vinculadas a la Iglesia o a los partidos monárquicos, y las agrupaciones de mujeres de izquierdas, que forman parte o están asociadas a los socialistas y anarquistas y, más tarde, a los comunistas.
Las condiciones de vida y laborales
A finales del siglo XIX, principios del XX, aunque las mujeres trabajaban en todo tipo de sectores, era la agricultura, el servicio doméstico y el textil donde eran más numerosas y lo que tenían en común todos los trabajos era la sobreexplotación y las condiciones laborales más infames que se pueda imaginar.
Para la industria textil podían trabajar directamente en las fábricas o cosiendo en sus casas. El trabajo a domicilio era uno de los peores sin lugar a dudas. En una época donde los abusos a las trabajadoras en las fábricas y las condiciones de insalubridad eran tan grandes, el trabajo a domicilio se "vendía" como el ideal para la mujer, pues de esta forma podía seguir atendiendo más fácilmente las tareas domésticas cuando fuera necesario. Pero el trabajo a domicilio era deplorable: jornadas desde el amanecer a la medianoche estando mal alimentadas y, deprimidas por el excesivo esfuerzo, sin tener más compañía que su soledad, siendo habitual que se acompañaran de una botella de aguardiente con la que hacer más llevadero el suplicio. Pero el alcohol destrozaba sus cuerpos y con ellos a los hijos que amamantaban.
Las cigarreras también eran un sector muy numeroso. Sólo la fábrica de Sevilla tenía más de 4.000 y en Madrid 3.000 en el año 1850. Éstas entraban con apenas 11 años a la fábrica y cuando se convertían en madres llevaban a sus hijos con ellas en capazos que mecían mientras trabajaban. La manipulación del tabaco, que creaba emanaciones de gases que contaminaban el ambiente haciéndolo especialmente insoportable en los meses de calor, les llevaba a enfermedades a ellas y a sus pequeños.
En las minas de Asturias las mujeres y los niños trabajaban diez o doce horas diarias. En la industria catalana los niños empezaban a trabajar a los 6 años entre doce y catorce horas diarias. Los horarios cambiaban según los oficios: los canteros, herreros y mineros once; dependientes de comercio, quince; tipógrafos de diez a quince; sirvientes de fondas, tabernas, casa de comidas o campesinos, más de quince.
Una ocupación muy penosa era la de las lavanderas, pues exigía un gran esfuerzo físico y estaban expuestas a muchas enfermedades, tanto por la posición inclinada del cuerpo durante todo el día y por las piernas sumergidas en el agua tantas horas, como por los contagios de la ropa que procedían de enfermos infecciosos.
En las fábricas conserveras las cosas no eran fáciles, como el Secretario de la Unión de Trabajadores de las fábricas de conserva denunciaba: "maltratan de palabra y obra a las mujeres y los niños que van a trabajar a las fábricas: que las mujeres y los niños no tienen jornada especial de trabajo, sino que se hayan sujetos a la jornada general de nueve horas y media, sin contar hora y media de descanso: que cuando hay abundancia de pesca, existe para mujeres y niños la jornada de vela por la noche que es de seis horas, sucediendo a veces que sin interrupción se enlaza la jornada del día con la del día siguiente" (Jesús Giráldez, El trabajo de las mujeres en la industria conservera. Organización y conflictividad. Vigo 1880-1917).
Muchas labores eran penosas e insalubres, entre ellas la del transporte de tierra en cestos que levantaban hasta el hombro o la cabeza apoyándolos en el pecho; el planchado de ropa, con los peligros del tufo del carbón; el blanqueo y estampado de ropas donde las emanaciones del cloro eran causa de intoxicación y afecciones en la garganta; el lavado de arenas para extraer oro durante el cual se absorbía mercurio o la fabricación de cerillas. La mujer trabajaba en la pesca ayudando al marido a tirar las redes y a descargar el pescado; en las minas se empleaban en la "monda" y el "desmote".
Emilia Pardo Bazán describe las tareas de la mujer gallega y campesina: "Recae sobre ella el peso total, no sólo de las faenas domésticas sino de la labor y cultivo del campo. Hoy como entonces ellas cavan, siembran, riegan y deshojan, baten el lino, lo tuercen, lo hilan y lo tejen en el telar; ellas cargan en sus fornidos hombros el saco repleto de centeno o maíz y lo llevan al molino; ellas amasan después la harina mal triturada y encienden el horno tras haber cortado en el monte el haz de leña y cuecen el amarillo torterón de borona o el negro mollete de mistura. Hace de niñera, apacienta bueyes, ordeña las vacas... marcha al mercado con la cesta en la cabeza para vender sus productos: leche, pollos, huevos... esta mujer que trabaja sin tregua va a ser criada y esclava de todos: del abuelo, del padre, del marido, del niño, de los animales que cuida..."
Dadas estas circunstancias, no pueden sorprender las penosas cifras de mortalidad femenina e infantil: cada mujer al final de su período fértil tenía en 1887 una media de 5,7 hijos y en 1900 una de 5,4 de los cuales sólo alcanzaban la edad de 5 años un 5,5% y un 6% respectivamente; para las mujeres la esperanza de vida era de 30 años en 1863, 32 en 1888 y 36 en 1900. (Datos de Fausto Dopico, en Historia de las Mujeres. Siglo XIX).
Los salarios de miseria
A toda esta situación hay que sumarle los salarios de miseria que en la mayoría de los casos eran la mitad de los de los hombres, ya de por sí indignos. En una estadística sobre la clase obrera de Barcelona en 1856, Ildefonso Cerdà da los siguientes datos de jornales en reales:
| Hombre | Mujer |
Alpargateros/as | 7,00 | 2,50 |
Bordadores en Oro | 14,75 | 8,50 |
Cesteros/as | 9,00 | 4,00 |
Guanteros/as | 11,50 | 2,50 |
Calceteros/as | 13,00 | 6,50 |
Sombrereros/as | 11,25 | 3,75 |
Zapateros/as | 11,25 | 2,25 |
Mientras los mineros asturianos no tenían ni para comer con las 2 ó 2,5 pesetas diarias que cobraban a finales del siglo, las mujeres y los niños cobraban sólo 1 peseta. También en profesiones más ilustradas, como eran las maestras, su salario era un tercio del de su compañero de profesión.
Desde el poder se vendía la idea de que el trabajo de la mujer simplemente debía existir como un complemento del salario del marido. Esta idea llevó durante mucho tiempo, antes incluso de la industrialización, a que las mujeres casadas ni siquiera tuvieran salario propio, pues su función era ayudar a su marido y quien cobraba era él. Esto ocurría especialmente en las zonas rurales.
Con la industrialización algunas cosas comenzaron a cambiar y las mujeres que trabajaban en las fábricas cobraban su propio salario. Aún así, que tuvieran un salario no significaba que ellas lo pudieran administrar o cobrar directamente, pues como por ley la mujer estaba bajo la tutela del marido, si éste se oponía a que le pagaran a ella, la empresa le tenía que dar el salario a él.
La idea del trabajo complementario era para el capitalista una ventaja, pues le ofrecía la posibilidad de pagar más barato por un trabajo igual o parecido con el consentimiento de los obreros masculinos. La propaganda que se les inculcaba a los hombres trabajadores era que no debían preocuparse por la competencia de las mujeres, pues éstas siempre tendrían trabajos menos cualificados y cuando sobraran trabajadores, ellas serían las primeras en ser despedidas sin necesidad de echar a los hombres. Lo que había detrás de esto era dividir y enfrentar a la misma clase para evitar que uniéndose consiguieran más derechos. Esta idea no se quedó postrada en el siglo XIX, sino que ha continuado hoy como método por parte de la burguesía para seguir dividiendo a mujeres y hombres, a obreros nativos e inmigrantes, etc.
El acceso a la industria no será fácil
Para la mujer obrera ni siquiera fue fácil el acceso a las fábricas, aún cuando en éstas de lo que se trataba era de extraerle la última gota de fuerzas de que disponían. La incorporación a la industria por parte de la mujer se dio no por la toma de conciencia de que de esta forma podría liberarse y ser más independiente, sino por pura y dura necesidad de llevar más dinero a casa para sobrevivir.
El capitalismo, que estaba desarrollando sus medios de producción, precisaba más mano de obra para la nueva industria y la mujer lo era, además muy barata, lo cual vino a satisfacer esa necesidad ocupando puestos poco cualificados. Esto convirtió a las mujeres en competidoras a la hora de acceder a los puestos de trabajo, y por tanto eran mal vistas por muchos trabajadores. Durante mucho tiempo el trabajo de las mujeres había sido sólo en determinados oficios ligados o cercanos a los trabajos domésticos, pero con la industrialización los hombres las empiezan a ver como usurpadoras de sus puestos y como responsables de que sus salarios disminuyeran.
Esta posición tiene una explicación material, que es la situación de extrema pobreza de los obreros la cual les llevaba a posturas reaccionarias, como manifestarse en contra del trabajo femenino. Años más tarde esto cambiará radicalmente, en vísperas de la revolución de los años 30, pero antes de este cambio de conciencia veremos ejemplos sorprendentes que recuerdan a las primeras épocas del capitalismo, cuando los obreros destruían las máquinas (ludismo) porque las culpaban del aumento del paro.
Así, en Igualada (Barcelona) en 1868, los obreros de una fábrica textil se movilizaron contra la contratación de mujeres; una semana después de la protesta se llegó a un acuerdo con los empresarios para que se despidiera a las 700 mujeres y que sus salarios para el trabajo a domicilio fueran inferiores a los de los hombres dentro de la fábrica. Para nosotros es evidente que esto no iba a ayudar a que los salarios de los hombres aumentaran, pues dividían las fuerzas del conjunto de la clase obrera. Pero el miedo terrible de los obreros en aquel momento a que se rebajaran todavía más sus salarios les llevó a realizar algunos ejemplos más como el anterior. Así fue el caso de varias fábricas de pasta de sopa en Barcelona, en 1915, donde los obreros hicieron una huelga de cuatro meses para expulsar a las mujeres de los "puestos de trabajo masculinos". Aunque este tipo de huelgas no fue lo más habitual, sí estaba muy extendida la idea de que las mujeres eran responsables de la falta de trabajo de muchos hombres.
Sin ningún derecho civil ni político
A la situación laboral se le unían los nulos derechos civiles y políticos que las mujeres tenían. Quizás una enumeración concreta de su falta de derechos pueda dar una idea del escenario que existía: no disponían del derecho de administrar su propio salario; necesitaban la autorización del marido para desempeñar cualquier actividad económica y comercial; necesitaban autorización para poder ser contratadas en un trabajo y para romper dicho contrato, así como para realizar compras que no fueran exclusivamente de consumo doméstico; la desobediencia o el insulto de palabra al marido les costaba el encarcelamiento según el Código Penal; las penas por adulterio eran implacables para las mujeres, mientras que no había prácticamente ninguna para los hombres; si el marido al morir había nombrado como tutor a algún hijo o a algún otro hombre fuera o no de la familia, la viuda no podía ejercer la tutoría sobre ninguno de sus hijos y ella quedaba tutelada, siendo éste su representante ante a sociedad; no podían aceptar o renunciar a una herencia sin aprobación del marido; no podían presentarse a un juicio sin el consentimiento del esposo, ni podían ser testigos en los testamentos: es decir, la mujer casada no tenía entidad jurídica y sus derechos quedaban anulados o sometidos al principio de autoridad masculina, gozando un status jurídico intermedio entre el niño y el hombre. De hecho no será hasta el 2 de mayo de 1975 cuando se reformará la situación jurídica de la mujer, pues hasta esa fecha la condición de las casadas legalmente era de inferioridad sobre sus maridos, basándose en una ley nada más y nada menos que del medioevo: la Ley de Toro de 1505.
Para las solteras las cosas no eran más fáciles, pues no tenían la seguridad económica que les podía traer el matrimonio y además eran muy mal vistas. Muchas de ellas acababan trabajando como sirvientas, donde sus pocos derechos se evaporaban. Esto es una demostración de que el matrimonio era más una necesidad económica que una decisión libre por amor.
Por supuesto ni hablar del sufragio, aunque hay que decir que tampoco todos los hombres pudieron tener este derecho hasta 1890, pues antes sólo votaban aquellos que tuvieran propiedades y cierta posición. Pero las mujeres no lograron ese derecho hasta 1931, año de la proclamación de la II República y desapareció con la dictadura franquista.
Explosiones sociales. Las primeras huelgas como obreras
La experiencia de su propia explotación llevó a las mujeres a sacar conclusiones muy radicales y progresistas en un corto espacio de tiempo. Muchas fueron las luchas y los motivos por los que las mujeres pobres, asalariadas o no, romperán sus rutinas para echarse a la calle en busca de justicia.
En el siglo XIX y principios del XX la mujer trabajadora se entrenará en la lucha de clases, preparándose para jugar un papel crucial en la historia en momentos tan decisivos como la revolución de los años 30. Y como demostrarán los siguientes ejemplos de lucha, serán modelos de valentía y conciencia que pese a haber sido enterrados por la historiografía oficial, la clase obrera los volverá a recuperar.
Ya en el lejano 1830, las 3.000 obreras cigarreras de Madrid comprobaron cuál era el método más factible y poderoso para conseguir sus reivindicaciones: la huelga. Ante los intentos de la burguesía de atacar las condiciones laborales y salariales en un contexto de pérdida de poder adquisitivo por la subida de los precios, estas mujeres abandonaron sus útiles de trabajo y atacaron al director de la Fábrica Estatal de Tabacos.
Estas luchas fueron frecuentes a lo largo del siglo, pues fruto de las guerras con las colonias que acaparaban la mayoría de los gastos estatales (diez veces más que en educación), la población sufría la pobreza más absoluta y las mujeres, responsables de saciar el hambre de sus familias, no se quedaron con los brazos cruzados. "En 1855 la situación se agravó especialmente y en octubre se produjeron choques sangrientos entre la población y la guardia civil en Málaga, Granada, Sevilla, Écija, Jerez, Albacete, Valencia, Teruel, Valladolid, Pamplona y otros lugares. En el mes de noviembre grupos de mujeres intentaron detener en Zaragoza las barcazas que bajaban por el canal de Aragón, cargadas de harina para la exportación mientras la población moría de hambre literalmente... El 28 de noviembre el periódico La Esperanza anunció la muerte de frío de 2.000 personas en Madrid." (Francisco Olaya Morales, Historia del movimiento obrero español. S.XIX).
En este mismo año se produjo la primera Huelga General en el Estado español, en Barcelona. A los años 1854-1856 se les denominó como el Bienio Progresista, pero la realidad para el movimiento obrero, especialmente para las mujeres, es que no cambió nada. Las nuevas subidas en los precios del pan y de otros alimentos de primera necesidad producidos por el acaparamiento especulativo por parte de los fabricantes de grano llevaron en 1856 a amotinamientos en varias ciudades de Castilla y León al grito de "Libertad y pan". En Valladolid se apedreó el Ayuntamiento, se incendiaron varios almacenes y molinos, se asaltaron las casas de algunos comerciantes e hirieron al gobernador civil. Pocos días después los tribunales procesaban a 85 personas sentenciando a muerte a 20 de ellos, 17 hombres y 3 mujeres asesinadas con garrote vil: Dorotea Santos, Tomasa Bartolomé y Modesta Vázquez.
Pero las trabajadoras no sólo se movilizaban por el salario y la comida, también por problemas relacionados con la disciplina impuesta en las fábricas, el despido, los horarios de trabajo, las relaciones con los superiores y el derecho a sindicarse. Uno de los motivos que llevaban a huelgas era para defender su integridad física y acabar con el acoso sexual en las empresas. Un ejemplo de movilización masiva de trabajadoras fue la Huelga de la Constancia en Barcelona en 1913, que movilizó a más de 13.000 obreras (algunos datos dicen que 22.000). Aunque la huelga empezó por el incumplimiento de la legislación en cuanto al horario nocturno, la lucha fue creciendo y profundizándose, llevándola más allá de un tema sindical, implicando al movimiento obrero organizado. Estaba claro por dónde iba a desarrollarse la organización de las mujeres trabajadoras: en las mismas que sus hermanos de clase.
Las mujeres fueron durante años en zonas muy industrializadas como Catalunya, Euskal Herria, Valencia y Madrid, vanguardia en la lucha obrera. Un dato muy revelador y poco conocido es que de 1905 a 1921 hubo un porcentaje de obreras en huelga mayor que el de obreros, en concreto mientras la participación femenina fue de un 87% la masculina fue de un 78%. (Soto Carmona, La participación).
La lucha no es suficiente, hay que organizarse
En 1890 se celebra la primera manifestación del Primero de Mayo en el Estado español. Un año después, dirigidas por Teresa Claramunt, 5.000 obreras se pusieron en huelga para asistir a la manifestación del día de los trabajadores. Meses antes de esto, Teresa Claramunt, obrera del textil en Sabadell y anarcosindicalista, junto a otras activistas estuvieron preparando el Primero de Mayo organizando asambleas y mítines de masas. En estas asambleas surgió la idea de crear asociaciones autónomas de trabajadoras con las que poder defender sus intereses. En la asamblea del 26 de abril de 1891 había 47 grupos diferentes de trabajadoras en los que las mujeres exponían el sufrimiento y las penurias por las que tenían que pasar. Una de las resoluciones aprobadas en esa reunión fue que, en las futuras asociaciones femeninas que se crearan, los hombres podrían participar pero estarían excluidos de la dirección y administración, para evitar así las imposiciones masculinas. Al final estas organizaciones autónomas no llegaron a cristalizar y las mujeres se orientaron hacia las organizaciones sindicales, a pesar de que éstas no pusieron en absoluto fácil la participación de la mujer en su seno.
Las organizaciones sindicales y políticas en aquella época no daban la importancia que realmente tenía a la participación de la mujer. Muchos trabajadores que eran muy abnegados en la lucha parecían perder esa conciencia cuando se trataba de las mujeres. Los prejuicios existentes les llevaban a una visión estrecha de la lucha y los dirigentes no combatían esto, sino más bien eran correa de transmisión de ellos. Igual que hoy ocurre dentro de las organizaciones sindicales con los inmigrantes, los cuales no son considerados como un sector necesario para la lucha y se obvia hacer un trabajo consciente para atraerles al sindicato, en aquel momento sucedía algo similar con las mujeres. Pero entonces igual que hoy, son los sectores más oprimidos de la clase obrera a los que se debe de animar a su organización, pues por sus condiciones de vida y de trabajo son especialmente combativos. Las mujeres obreras de finales del siglo XIX a pesar de todo, empezaron a militar en lo que luego se convertirían en organizaciones de masas, especialmente la CNT y la UGT. De ahí saldrían algunas de las caras más combativas que serán un referente para el movimiento obrero femenino.
Teresa Claramunt
Mientras que se explotaba sin prejuicio alguno a la mujer, la burguesía daba discursos hipócritas sobre la necesidad de mantener el orden, la familia, la caridad cristiana y la patria. Todo esto nos suena mucho a las manifestaciones reaccionarias de los últimos años desarrolladas por la Iglesia Católica española con el apoyo del PP. Justamente fue esta hipocresía de los sectores ricos de la sociedad, la que junto a la explotación semiesclavista, fue el manantial por el que empezarán a brotar mujeres revolucionarias con un espíritu de lucha inagotable. Quizás la forma de hacer un homenaje a todas ellas es recordando a una de sus dirigentes, a una obrera impresionante que conscientemente ha sido olvidada, la anarquista Teresa Claramunt. Aunque Teresa escribió algunos artículos, no fue una teórica sino una combatiente, una luchadora infatigable hasta su muerte. Y aunque en algunos de sus escritos responsabilizaba sólo a los hombres de lo que les sucedía a las mujeres, en la práctica siempre luchó con sus compañeros anarquistas por unir a los hombres y mujeres de la clase obrera contra el capital.
En la época de Teresa, en el Pont de Vilamara, Manresa, explotó una caldera de vapor, sabiéndose que la máquina no reunía la seguridad que la ley exigía. Las víctimas fueron mujeres y niñas de cinco años y hombres, pero en la prensa conservadora y liberal intentaron ocultar los detalles de la tragedia. Teresa enfurecida escribió lo siguiente: "Luego esos mismos periódicos dedicaron insulsos artículos al bello sexo, tiernas poesías a la infancia. ¡Hipócritas! ¡Infames! ¿Es que acaso la mujer obrera no pertenece al mismo sexo que la mujer burguesa? ¿Es que acaso el niño que nace en humilde casa no sonríe con la misma inocencia que el que nace en un palacio? Ya lo ves, mujer proletaria, nuestros hijos no inspiran a nadie ningún sentimiento noble. Nosotras, las mujeres obreras, no pertenecemos al sexo débil, ya que esos sietemesinos consideran muy natural que recaiga sobre nosotras el trabajo pesado de las fábricas. No pertenecemos tampoco al sexo bello, porque nuestros cuerpos destrozados no les despiertan el sentimiento de justicia. Para ser mujer, según esas gentes, se ha de gastar aromas, se ha de cubrir el cuerpo de sedas y encajes. En nuestro hijo no ven el tierno infante que con sus lloros conmueve a las piedras, que su sonrisa es el sol que penetra en el corazón y su alegre mirada suaviza las borrascas de la vida. Nada de eso ven. Ya lo sabéis, obreras, en la sociedad actual existen dos castas, dos razas: la de nosotras y nuestros compañeros y las de esos zánganos con toda su corte. No tendremos pan, ni dicha, ni vida, ni seguridad para nuestros seres queridos y para nosotras, hasta que desaparezca del todo esa maldita raza de parásitos. ¡A trabajar, pues, proletaria, nuestra dignidad y nuestro amor lo exige!".
Este sentido de clase lo llevó consigo hasta su muerte, en 1931, cuyo féretro fue acompañado por una manifestación de 50.000 personas en Barcelona. Teresa Claramunt estuvo la mitad de su vida en la cárcel, pero con su otra mitad se convirtió en un ejemplo a seguir por las mujeres que le tomarían el relevo: las revolucionarias de la República y la Guerra Civil.
La Semana Trágica y la crisis económica
La pérdida de las colonias en 1898 fue para la clase dominante española un mazazo económico y político que no podía permitirse, así que enseguida comenzaron nuevas aventuras coloniales con el fin de recuperar su prestigio y posición de potencia en el mundo. El país elegido para esta nueva hazaña fue Marruecos. Pero las masas pobres en el Estado español estaban hartas de ser siempre ellas las que pagaran con sus vidas las andanzas de los aristócratas y burgueses para que estos sacaran suculentas tajadas personales. Después de varias informaciones sobre la muerte de decenas de jóvenes reservistas en la guerra con Marruecos y ante un llamamiento por parte del gobierno de un nuevo envío de reservistas que reforzara la presencia de tropas españolas en el país norteafricano, se empezó a calentar el ambiente social, especialmente en Barcelona y especialmente entre las mujeres, las cuales fueron sin lugar a dudas las protagonistas de esta lucha heroica. Ellas, conscientes de la carnicería que iba a significar la guerra de Marruecos, entendieron que la única forma de echar atrás los planes del gobierno era a través de la huelga general y con un lazo blanco como símbolo de la lucha contra la guerra, encabezaron los piquetes de trabajadores que de fábrica en fábrica, taller, polígono y comercio, iban agitando para que se secundara el paro laboral. El 6 de julio de 1909 a primera hora de la mañana con la Plaça Catalunya llena hasta la bandera de hombres y mujeres unidos dispuestos a combatir, apareció encima de un banco una mujer, Mercedes Monje, que arengaba a los miles de trabajadores en un mensaje contundente a la lucha. La manifestación acabó siendo reprimida y disuelta por la Guardia Civil, Mercedes y muchos más arrestados, pero a pesar de ello muchas otras mujeres y jóvenes continuaron con la movilización y los piquetes por las calles cercanas pidiendo el cierre de los comercios. Barcelona ardía con la llama revolucionaria y aunque la represión pudo acallar temporalmente la voz de los luchadores, asesinando a 75 personas y deteniendo a más de 2.000, estos acontecimientos curtieron a la clase obrera y trajeron consigo una idea cristalina: el papel de la mujer obrera en la revolución iba a ser absolutamente esencial, imprescindible y de primer orden.