Parisko Komunari esker, langile klasearen borroka, kapitalisten klasearen aurka eta euren interesak ordezkatzen dituen Estatuaren aurka, fase berri batean sartu da. Oraingoan izango duen amaiera edozein izanda ere, mundu osoaren historiarako garrantzitsua den abiapuntu berri bat lortu da.

K. Marx, Kugelmanni gutuna, 1871ko apirilaren 17a.

Martxoaren 18an Pariseko Komunaren 150. urteurrena betetzen da. Frantziako hiriburuko langileen altxamendua langile demokraziaren lehen esperientzia izan zen historia garaikidean. Versalles eta Prusiako armaden aurka heroikoki borrokatu zuten langile haiek mundu osoari erakutsi zioten zapalduek antola dezaketela gizartea berdintasunezko oinarri demokratiko eta sozialisten gainean.

Sistema kapitalistak langile klasea esplotaziorako masa birrindu batera murriztu nahi du. Antolakuntzak eta borroka iraultzaileak bakarrik eragotzi dezakete hori, eta horrela bakarrik egin dezakegu aurrera gure klaseko kontzientzia sozialistaren garapenean, burgesiak gure memoria historikoa ezabatzeko egiten dituen ahaleginei aurre eginez. Gure klaseko etsaiek ez dute ahazten, eta askoz ere kontzienteagoak dira dugun potentzial iraultzaileaz gu geu baino. Badakite erraldoien bizkar gainean altxatzen garela, eta benetan erraldoiak izan zen 1871ko Paris iraultzaileko komuneroek egin zutena. Ezin dugu onartu zapalduen odolaren gainean altxa zen herentzia baliotsu hau, ahaztea eta alferrik galtzea.

Ezker Iraultzaileak eta F. Engels Fundazioak liburu bat argitaratuko dugu laster 150. urteurrena ospatzeko, Marx, Engels, Lenin eta Trotskyren funtsezko testuak eta Komunaren langile iraultzaileek aldarrikatutako dokumentu garrantzitsuenak bilduko dituena. Gure webgunean ere hainbat material argitaratuko ditugu. Ondoren garrantzia berezia duten bi testu ezarri ditugu, gazteleraz: Leninek 1911n idatzitako “En memoria de la Comuna”, eta Trotskyk 1921ean idatzitako “Lecciones de la Comuna”.

En memoria de la Comuna

V. I. Lenin 1911

Han pasado cuarenta años desde la proclamación de la Comuna de París. Según la costumbre establecida, el proletariado francés honró con mítines y manifestaciones la memoria de los hombres de la Revolución del 18 de marzo de 1871. A finales de mayo volverá a llevar coronas de flores a las tumbas de los comuneros fusilados, víctimas de la terrible Semana de Mayo, y ante ellas volverá a jurar que luchará sin descanso hasta el total triunfo de sus ideas, hasta dar cabal cumplimiento a la obra que aquellos le legaron.

¿Por qué el proletariado, no solo francés, sino de todo el mundo, honra a los hombres de la Comuna de París como a sus predecesores? ¿Cuál es la herencia de la Comuna?

La Comuna surgió espontáneamente, nadie la preparó de modo consciente y sistemático. La desgraciada guerra con Alemania, las privaciones durante el sitio, la desocupación entre el proletariado y la ruina de la pequeña burguesía, la indignación de las masas contra las clases superiores y las autoridades, que habían demostrado una incapacidad absoluta, la sorda efervescencia en la clase obrera, descontenta con su situación y ansiosa de un nuevo régimen social; la composición reaccionaria de la Asamblea Nacional, que hacía temer por el destino de la República, todo ello y otras muchas causas se combinaron para impulsar a la población de París a la revolución del 18 de marzo, que puso inesperadamente el poder en manos de la Guardia Nacional, en manos de la clase obrera y de la pequeña burguesía, que se había unido a ella.

Fue un acontecimiento histórico sin precedentes. Hasta entonces, el poder había estado, por regla general, en manos de los terratenientes y de los capitalistas, es decir, de sus apoderados, que constituían el llamado Gobierno. Después de la revolución del 18 de marzo, cuando el Gobierno del señor Thiers huyó de París con sus tropas, su policía y sus funcionarios, el pueblo quedó dueño de la situación y el poder pasó a manos del proletariado. Pero en la sociedad moderna, el proletariado, avasallado en lo económico por el capital, no puede dominar políticamente si no rompe las cadenas que lo atan al capital. De ahí que el movimiento de la Comuna debiera adquirir inevitablemente un tinte socialista, es decir, debiera tender al derrocamiento del dominio de la burguesía, de la dominación del capital, a la destrucción de las bases mismas del régimen social contemporáneo.

Al principio se trató de un movimiento muy heterogéneo y confuso. Se adhirieron a él los patriotas, con la esperanza de que la Comuna reanudaría la guerra contra los alemanes, llevándola a un venturoso desenlace. Lo apoyaron asimismo los pequeños tenderos, en peligro de ruina si no se aplazaba el pago de las deudas vencidas de los alquileres (aplazamiento que les negaba el Gobierno, pero que la Comuna les concedió). Por último, en un inicio también simpatizaron en cierto grado los republicanos burgueses, temerosos de que la reaccionaria Asamblea Nacional (los “rurales”, los salvajes terratenientes) restablecieran la monarquía. Pero el papel fundamental en este movimiento fue desempeñado, naturalmente, por los obreros (sobre todo, los artesanos de París), entre quienes se había realizado en los últimos años del Segundo Imperio una intensa propaganda socialista y muchos de los cuales estaban afiliados a la Internacional.

Solo los obreros permanecieron fieles a la Comuna hasta el fin. Los burgueses republicanos y la pequeña burguesía se apartaron bien pronto de ella: unos se asustaron por el carácter socialista y revolucionario del movimiento, por su carácter proletario; otros se apartaron de ella al ver que estaba condenada a una derrota inevitable. Solo los proletarios franceses apoyaron a su Gobierno, sin temor ni desmayo, solo ellos lucharon y murieron por él, es decir, por la emancipación de la clase obrera, por un futuro mejor para los trabajadores.

Abandonada por sus aliados de ayer y sin contar con ningún apoyo, la Comuna tenía que ser derrotada inevitablemente. Toda la burguesía de Francia, todos los terratenientes, corredores de bolsa y fabricantes, todos los grandes y pequeños ladrones, todos los explotadores, se unieron contra ella. Con la ayuda de Bismarck —que dejó en libertad a 100.000 soldados franceses prisioneros de los alemanes para aplastar al París revolucionario—, esta coalición burguesa logró enfrentar con el proletariado parisino a los campesinos ignorantes y a la pequeña burguesía de provincias, y rodear la mitad de París con un círculo de hierro (la otra mitad había sido cercada ya por el ejército alemán). En algunas grandes ciudades de Francia —Marsella, Lyon, Saint-Etienne, Dijon y otras— los obreros también intentaron tomar el poder, proclamar la Comuna y acudir en auxilio de París, pero estos intentos fracasaron rápidamente. Y París, que había sido la primera en enarbolar la bandera de la insurrección proletaria, quedó abandonada a sus propias fuerzas y condenada una muerte segura.

Para que una revolución social pueda triunfar, necesita por lo menos dos condiciones: un alto desarrollo de las fuerzas productivas y un proletariado preparado para ella. Pero en 1871 se carecía de ambas condiciones. El capitalismo francés se hallaba aún poco desarrollado y Francia era entonces, en lo fundamental, un país de pequeña burguesía (artesanos, campesinos, tenderos, etc.). Por otra parte, no existía un partido obrero, y la clase obrera no estaba preparada ni había tenido un largo adiestramiento, y en su mayoría ni siquiera comprendía con claridad cuáles eran sus fines ni cómo podía alcanzarlos. No había una organización política seria del proletariado, ni fuertes sindicatos, ni sociedades cooperativas...

Pero lo que le faltó a la Comuna fue, principalmente tiempo, posibilidad de darse cuenta de la situación y emprender la realización de su programa. No había tenido tiempo de iniciar la tarea cuando el Gobierno, atrincherado en Versalles y apoyado por toda la burguesía, inició las operaciones militares contra París. La Comuna tuvo que pensar ante todo en su propia defensa. Y hasta el final mismo, que sobrevino en la semana del 21 al 28 de mayo, no pudo pensar con seriedad en otra cosa.

Sin embargo, pese a esas condiciones tan desfavorables y a la brevedad de su existencia, la Comuna adoptó algunas medidas que caracterizan sobradamente su verdadero sentido y sus objetivos. La Comuna sustituyó el ejército regular, instrumento ciego en manos de las clases dominantes, y armó a todo el pueblo; proclamó la separación de la Iglesia y el Estado; suprimió la subvención del culto (es decir, el sueldo que el Estado pagaba al clero) y dio un carácter estrictamente laico a la instrucción pública, con lo que asestó un fuerte golpe a los gendarmes en sotana. Poco fue lo que pudo hacer en el terreno puramente social, pero ese poco muestra con suficiente claridad su carácter de Gobierno popular, de Gobierno obrero: se prohibió el trabajo nocturno en las panaderías; fue abolido el sistema de multas, esa expoliación consagrada por ley de que eran víctimas los obreros[3]; por último, se promulgó el famoso decreto en virtud del cual todas las fábricas y todos los talleres abandonados o paralizados por sus dueños eran entregados a las cooperativas obreras, con el fin de reanudar la producción. Y, para subrayar, como si dijéramos, su carácter de Gobierno auténticamente democrático y proletario, la Comuna dispuso que la remuneración de todos los funcionarios administrativos y del Gobierno no fuera superior al salario normal de un obrero, ni pasara en ningún caso de los 6.000 francos al año —menos de 200 rublos mensuales—.

Todas estas medidas mostraban elocuentemente que la Comuna era una amenaza mortal para el viejo mundo, basado en la opresión y la explotación. Esa era la razón de que la sociedad burguesa no pudiera dormir tranquila mientras en el Ayuntamiento de París ondeara la bandera roja del proletariado. Y cuando la fuerza organizada del Gobierno pudo, por fin, dominar a la fuerza mal organizada de la revolución, los generales bonapartistas, esos generales batidos por los alemanes y valientes ante sus compatriotas vencidos, esos Rénnenkampf y Meller-Zakomielski franceses, hicieron una matanza como París jamás había visto. Cerca de 30.000 parisinos fueron muertos por la soldadesca desenfrenada; unos 45.000 fueron detenidos y muchos de ellos ejecutados posteriormente; miles fueron los desterrados o condenados a trabajos forzados. En total, París perdió cerca de 100.000 de sus hijos, entre ellos a los mejores obreros de todos los oficios.

La burguesía estaba contenta. “¡Se ha acabado con el socialismo por mucho tiempo!”, decía su jefe, el sanguinario enano Thiers, cuando él y sus generales ahogaron en sangre la sublevación del proletariado de París. Pero esos cuervos burgueses graznaron en vano. Después de seis años de haber sido aplastada la Comuna, cuando muchos de sus luchadores se hallaban aún en presidio o en el exilio, se iniciaba en Francia un nuevo movimiento obrero. La nueva generación socialista, enriquecida con la experiencia de sus predecesores, cuya derrota no la había desanimado en absoluto, recogió la bandera que había caído de las manos de los luchadores de la Comuna y la llevó adelante con firmeza y audacia, al grito de “¡Viva la revolución social, viva la Comuna!” Y tres o cuatro años más tarde, un nuevo partido obrero y la agitación levantada por este en el país obligaron a las clases dominantes a poner en libertad a los comuneros que el Gobierno aún mantenía presos.

La memoria de los luchadores de la Comuna es honrada no solo por los obreros franceses, sino también por el proletariado de todo el mundo, pues aquella no luchó por un objetivo local o estrechamente nacional, sino por la emancipación de toda la humanidad trabajadora, de todos los humillados y ofendidos. Como combatiente de vanguardia de la revolución social, la Comuna se ha ganado la simpatía en todas partes donde sufre y lucha el proletariado. La epopeya de su vida y de su muerte, el ejemplo de un Gobierno obrero que conquistó y retuvo en sus manos durante más de dos meses la capital del mundo, el espectáculo de la heroica lucha del proletariado y su sufrimiento tras la derrota, todo ello ha elevado la moral de millones de obreros, alentado sus esperanzas y ganado su simpatía para el socialismo. El tronar de los cañones de París ha despertado de su sueño profundo a las capas más atrasadas y ha dado en todas partes un impulso a la propaganda socialista revolucionaria. Por eso la causa de la Comuna no ha muerto, por eso hoy sigue viva en cada uno de nosotros.

La causa de la Comuna es la causa de la revolución social, es la causa de la completa emancipación política y económica de los trabajadores, es la causa del proletariado mundial. Y en este sentido es inmortal.

Las lecciones de la Comuna

León Trotsky 1921ko otsaila

Cada vez que volvemos a estudiar la historia de la Comuna descubrimos un nuevo matiz gracias a la experiencia que nos han proporcionado las luchasrevolucionarias posteriores, tanto la Revolución rusa como la alemana y la húngara. La guerra franco-alemana fue una explosión sangrienta que presagiaba una inmensa carnicería mundial, la Comuna de París fue como un relámpago, el anuncio de una revolución proletaria mundial.

La Comuna nos mostró el heroísmo de las masas obreras, su capacidad para unirse como un bloque, su virtud para sacrificarse por el futuro... Pero al mismo tiempo puso de manifiesto la incapacidad de las masas para encontrar su camino, su indecisión para dirigir el movimiento, su fatal inclinación a detenerse tras los primeros éxitos permitiendo de este modo que el enemigo se recupere y retome sus posiciones.

La Comuna llegó demasiado tarde. Tuvo todas las posibilidades para tomar el poder el 4 de septiembre, lo que hubiera permitido al proletariado de París ponerse a la cabeza de todos los trabajadores del país en su lucha contra las fuerzas del pasado, tanto contra Bismarck como contra Thiers. Pero el poder cayó en manos de los charlatanes democráticos, los diputados de París. El proletariado parisino no tenía ni un partido ni jefes a los que hubiera estado estrechamente vinculado por anteriores luchas. Los patriotas pequeño burgueses, que se creían socialistas y buscaban el apoyo de los obreros, carecían por completo de confianza en ellos. No hacían más que socavar la confianza del proletariado en sí mismo, buscando continuamente abogados célebres, periodistas, diputados, cuyo único bagaje consistía en una docena de frases vagamente revolucionarias, para confiarles la dirección del movimiento.

La razón por la que Jules Favre, Picard, Garnier-Pagès y compañía tomaron el poder en París el 4 de septiembre es la misma que permitió a Paul-Boncour, A. Varenne, Renaudel y otros muchos hacerse durante un tiempo los amos del partido del proletariado.

Por sus simpatías, sus hábitos intelectuales y su comportamiento, los Reanaudel y los Boncour, e incluso los Longuet y Pressemane, están mucho más cerca de Jules Favre y de Jules Ferry que del proletariado revolucionario. Su fraseología socialista no es más que una máscara histórica que les permite imponerse a las masas. Y justamente porque Favre, Simon, Picard y los demás abusaron de la fraseología democrático-liberal, sus hijos y sus nietos tuvieron que recurrir a la fraseología socialista. Pero se trata de hijos y nietos dignos de sus padres, continuadores de su obra. Y cuando se trate de decidir no la composición de una camarilla ministerial sino qué clase debe tomar el poder, Renaudel, Varenne, Longuet y sus semejantes estarán en el campo de Millerand -colaborador de Gallifet, el verdugo de la Comuna... Cuando los charlatanes reaccionarios de los salones y del Parlamento se encuentran cara a cara, en la vida, con la Revolución, no la reconocen nunca.

El partido obrero —el verdadero— no es un instrumento de maniobras parlamentarias, es la experiencia acumulada y organizada del proletariado. Solo con la ayuda del partido, que se apoya en toda su historia pasada, que prevé teóricamente la dirección que tomarán los acontecimientos, sus etapas, y define líneas de actuación precisas, puede el proletariado liberarse de la necesidad de recomenzar constantemente su historia: sus dudas, su indecisión, sus errores.
El proletariado de París carecía de tal partido. Los socialistas burgueses, de los que estaba llena la Comuna, elevaban los ojos al cielo esperando un milagro o una palabra profética, dudaban y, durante ese tiempo, las masas andaban a tientas, desorientadas a causa de la indecisión de unos y la franqueza de otros. El resultado fue que la revolución estalló en medio de ellas demasiado tarde. París estaba cercado.

Pasaron seis meses antes de que el proletariado recuperase el recuerdo de las revoluciones anteriores, de sus lecciones, de los combates anteriores, de las reiteradas traiciones de la democracia, y tomara el poder. Estos seis meses fueron una pérdida irreparable. Si en septiembre de 1870, se hubiera encontrado a la cabeza del proletariado francés el partido centralizado de la acción revolucionaria, toda la historia de Francia, y con ella toda la historia de la humanidad, hubiera tomado otra dirección.

Si el 18 de marzo el poder pasó a manos del proletariado de París, no fue porque este se apoderase de él conscientemente, sino porque sus enemigos habían abandonado la capital. Estos últimos iban perdiendo terreno constantemente, los obreros los despreciaban y detestaban, habían perdido la confianza de la pequeña burguesía y los grandes burgueses temían que ya no fueran capaces de defenderlos. Los soldados estaban enfrentados a sus oficiales. El Gobierno huyó de París para concentrar en otra parte sus fuerzas. Entonces el proletariado se hizo el amo de la situación. Pero no lo comprendió hasta el día siguiente. La revolución le cayó encima sin que se lo esperara.

Este primer éxito fue una nueva fuente de pasividad. El enemigo había huido a Versalles. ¿Acaso eso no era una victoria? En esos momentos se habría podido aplastar a la banda gubernamental sin apenas efusión de sangre. En París, se habría podido detener a todos los ministros, empezando por Thiers. Nadie habría movido un dedo para defenderlos. No se hizo. No había un partido organizado centralizadamente, capaz de una visión de conjunto sobre la situación y con órganos especiales para ejecutar las decisiones.

Los restos de la infantería no querían retroceder hacia Versalles. El vínculo que ligaba oficiales y soldados era muy débil. Y si hubiera existido en París un centro dirigente de partido, habría introducido entre las tropas en retirada —puesto que había posibilidad de retirada— algunos centenares o al menos unas decenas de obreros leales, a los que se les habrían dado instrucciones para alimentar el descontento de los soldados contra los oficiales y aprovechar el primer momento psicológico favorable para liberar a la tropa de sus mandos y conducirla a París para unirse al pueblo. Habría sido fácil hacer esto, según confesaron incluso los partidarios de Thiers. Pero nadie lo pensó. No había nadie que pensara. En los grandes acontecimientos, por otra parte, tales decisiones solo puede tomarlas un partido revolucionario que espera una revolución, se prepara, se mantiene firme, un partido que está habituado a tener una visión de conjunto y no tiene miedo a la acción. Y precisamente el proletariado francés carecía de partido de combate.

El Comité Central de la Guardia Nacional era, de hecho, un Consejo de Diputados de los obreros armados y de la pequeña burguesía. Dicho Consejo elegido directamente por las masas que han entrado en el camino de la revolución, representa una excelente estructura ejecutiva. Pero, al mismo tiempo, y justamente a causa de su ligazón inmediata y elemental con unas masas que se encuentran tal y como las encontró la revolución, refleja no solo los puntos fuertes de las masas, también sus debilidades, es más, refleja antes las debilidades: manifiesta indecisión, atentismo, tendencia a la inactividad tras los primeros éxitos.

El Comité Central de la Guardia Nacional necesitaba ser dirigido. Era indispensable disponer de una organización que encarnase la experiencia política del proletariado y estuviese presente por todas partes, no solo en el Comité Central, sino en los batallones, en las capas más profundas del proletariado francés. Por medio de los Consejos de Diputados, —que en este caso eran órganos de la Guardia Nacional— el partido habría podido estar continuamente en contacto con las masas, pulsando así su estado de ánimo; su centro dirigente habría podido lanzar diariamente una consigna que los militantes del partido habrían podido difundir entre las masas, uniendo su pensamiento y su voluntad.

Apenas el Gobierno hubo retrocedido hacia Versalles, la Guardia Nacional se apresuró a declinar toda responsabilidad, precisamente cuando esta responsabilidad era enorme. El Comité Central imaginó elecciones “legales” a la Comuna. Entabló conversaciones con los concejales de París para cubrirse, por la derecha, con la “legalidad”.

Si al mismo tiempo se hubiera preparado un violento ataque contra Versalles, las conversaciones con los ediles hubieran significado una astucia militar plenamente justificada y acorde con los objetivos. Pero, en realidad, estas conversaciones se mantuvieron para intentar que un milagro evitase la lucha. Los radicales pequeño- burgueses y los socialistas idealistas, respetando la “legalidad” y a las gentes que encarnaban una parcela de Estado “legal”, diputados, concejales, etc., esperaban, desde lo más profundo de su corazón, que Thiers se detendría respetuosamente ante el París revolucionario tan pronto como este se hubiera dotado de una Comuna “legal”.

La pasividad y la indecisión se vieron favorecidas en este caso por el principio sagrado de la federación y la autonomía. París, como podéis comprobar, no es más que una comuna entre otras. París no quiere imponerse a nadie; no lucha por la dictadura, en todo caso sería la "dictadura del ejemplo".

En resumidas cuentas, esto no fue más que una tentativa para reemplazar la revolución proletaria que se estaba desarrollando por una reforma pequeño burguesa: la autonomía comunal. La verdadera tarea revolucionaria consistía en asegurar al proletariado en el poder en todo el país. París debía servir de base, de punto de apoyo, de plaza de armas. Para alcanzar este objetivo era preciso derrotar a Versalles sin pérdida de tiempo y enviar por toda Francia agitadores, organizadores, fuerzas armadas. Era necesario entrar en contacto con los simpatizantes, reafirmar a los que dudaban y quebrar la oposición de los adversarios. Pero, en lugar de esta política agresiva y a la ofensiva, la única que podía salvar la situación, los dirigentes de París intentaron limitarse a su autonomía comunal: no atacarían a los demás si estos no los atacaban a ellos; cada ciudad debía recuperar el sagrado derecho al autogobierno. Esta charlatanería idealista —una especie de anarquismo mundano— encubría en realidad la cobardía ante una acción revolucionaria que era preciso llevar hasta sus últimas consecuencias, pues, de otro modo, no se hubiera debido empezar...

La hostilidad a una organización centralizada —herencia del localismo y autonomismo pequeñoburgués— es sin lugar a dudas el punto débil de cierto sector del proletariado francés. Para algunos revolucionarios, la autonomía de las secciones, de los barrios, de los batallones, de las ciudades, es la suprema garantía de la verdadera acción y de la independencia individual. Pero esto no es más que un gran error que costó muy caro al proletariado francés.

Bajo la forma de “lucha contra el centralismo despótico” y la disciplina “asfixiante” se libra un combate por la conservación de los diversos grupos y subgrupos de la clase obrera, por sus mezquinos intereses, con sus pequeños líderes de barrio y sus oráculos locales. La clase obrera en su totalidad, aunque conserve la originalidad de su cultura y sus matices políticos, puede actuar con método y firmeza, sin ir a remolque de los acontecimientos y dirigiendo sus golpes mortales contra los puntos débiles del enemigo, a condición de que esté liderada, por encima de barrios, secciones y grupos, por un aparato centralizado y cohesionado por una disciplina de hierro. La tendencia hacia el particularismo, cualquiera que sea su forma, es una herencia de un pasado muerto. Cuanto antes se libere de ella el comunismo francés —comunismo socialista y comunismo sindicalista—, mejor será para la revolución proletaria.

El partido no crea la revolución a su gusto, no escoge según le convenga el momento para tomar el poder, pero interviene activamente en todas las circunstancias, pulsa en todo momento el estado de ánimo de las masas y evalúa las fuerzas del enemigo, determinando así el momento propicio para la acción definitiva. Esta es la más difícil de sus tareas. El partido no cuenta con una solución que valga para todos los casos. Necesita una teoría justa, un estrecho contacto con las masas, una acertada comprensión de la situación, una visión revolucionaria y una gran decisión. Cuando más profundamente penetra un partido revolucionario en todas las esferas de la lucha revolucionarias y cuanto más cohesionado está en torno a un objetivo y por la disciplina, mejor y más rápidamente puede llevar a cabo su misión.

La dificultad consiste en ligar estrechamente esta organización de partido centralizado, soldado interiormente por una disciplina de hierro, con el movimiento de las masas, con sus flujos y reflujos. No se puede conquistar el poder sin una poderosa presión revolucionaria de las masas trabajadoras. Pero, en esta acción, el elemento preparatorio es inevitable. Y cuanto mejor comprenda el partido la coyuntura y el momento, mejor preparadas estarán las bases de apoyo, mejor repartidas estarán las fuerzas y sus objetivos, más seguro será el éxito y menos víctimas costará. La correlación entre una acción cuidadosamente preparada y el movimiento de masas es la tarea político-estratégica de la toma del poder.

La comparación del 18 de marzo de 1871 con el 7 de noviembre de 1917 es, desde este punto de vista, muy instructiva. En París se sufrió una absoluta falta de iniciativa para la acción por parte de los círculos dirigentes revolucionarios. El proletariado, armado por el Gobierno burgués, era, de hecho, dueño de la ciudad y disponía de todos los medios materiales del poder —cañones y fusiles— pero no se dio cuenta de ello. La burguesía hizo una tentativa para arrebatar al gigante sus armas: intentó robarle al proletariado sus cañones. El intento fracasó. El Gobierno huyó aterrado desde París a Versalles. El campo estaba libre. Sin embargo, el proletariado no se dio cuenta de que era el amo de París más que al día siguiente. Los “jefes” iban a remolque de los acontecimientos, tomaban nota de ellos cuando ya se habían producido y hacían todo lo posible por mellar el filo revolucionario.

En Petrogrado los acontecimientos se desarrollaron de forma muy distinta. El partido caminaba firme y decidido hacia la toma del poder. Dispuso a sus hombres por doquier, reforzando todas las posiciones y aprovechando toda ocasión para ahondar la brecha entre los obreros y la guarnición de una parte y el Gobierno de otra.

La manifestación armada de las Jornadas de julio fue un vasto reconocimiento que hizo el partido para sondear el grado de unión entre las masas y la fuerza de resistencia del enemigo. El reconocimiento se transformó en lucha de avanzadillas. Fuimos rechazados, pero, al mismo tiempo, mediante la acción, se estableció la conexión entre el partido y las más amplias masas. Durante los meses de agosto, septiembre y octubre se desarrolló un poderoso flujo revolucionario. El partido lo aprovechó y aumentó de manera considerable sus apoyos entre la clase obrera y la guarnición. Más adelante la armonía entre los preparativos de la conspiración y la acción de masas fue casi automática. El Segundo Congreso de los Sóviets fue fijado para el 7 de noviembre. Toda nuestra agitación anterior debía conducir a la toma del poder por el Congreso. El golpe insurreccional quedó fijado para el 7 de noviembre. Se trataba de un hecho perfectamente conocido y comprendido por el enemigo. Por ello Kerensky y sus consejeros, en la medida de lo posible, intentaron consolidar su posición en Petrogrado para al momento decisivo. Sobre todo necesitaban sacar de la capital al segmento más revolucionario de la guarnición. Por nuestra parte nos aprovechamos de esta tentativa de Kerensky para derivar de ella un nuevo conflicto que tuvo una importancia decisiva. Acusamos abiertamente al Gobierno de Kerensky —y nuestra acusación se vio después confirmada por escrito en un documento oficial— de proyectar el alejamiento de una tercera parte de la guarnición de Petrogrado, no por consideraciones de orden militar, sino por intereses contrarrevolucionarios. El conflicto hizo que estrecháramos aún más nuestras relaciones con la guarnición e implicó que esta última se planteara una tarea bien definida: apoyar el Congreso de los Sóviets fijado para el 7 de noviembre. Y puesto que el gobierno insistía —aunque de forma poco enérgica— en que la guarnición fuera desplazada, con el pretexto de verificar las razones militares del proyecto gubernamental creamos en el Soviet de Petrogrado, que ya dominábamos, un Comité Militar Revolucionario.

De este modo nos dotamos de un órgano puramente militar, a la cabeza de las tropas de Petrogrado, que era realmente un instrumento legal de la insurrección armada. Al mismo tiempo nombramos comisarios (comunistas) en todas las unidades militares, almacenes, etc. La organización militar clandestina ejecutaba las tareas técnicas especiales y proporcionaba al Comité Militar Revolucionario militantes de plena confianza para las operaciones militares de importancia. Lo esencial del trabajo de preparación y realización de la insurrección armada se hacía abiertamente, con un método y una naturalidad que la burguesía, con Kerensky a su cabeza, apenas se percató de lo que pasaba ante sus narices. En París, el proletariado solo comprendió que era el dueño de la situación inmediatamente después de su victoria real, una victoria que, por otra parte, no había buscado conscientemente. En Petrogrado las cosas sucedieron de muy distinta forma. Nuestro partido, con el apoyo de los obreros y de la guarnición, se apoderó del poder, y la burguesía, que pasó una noche bastante tranquila, solo se dio cuenta a la luz del día que el Gobierno del país se encontraba ya en manos de sus enterradores.

En lo que concernía a la estrategia, se dieron en nuestro partido muchas divergencias de opinión. Como es sabido, parte del Comité Central se opuso a la toma del poder, pues creía que aún no había llegado el momento de actuar, que Petrogrado se encontraría aislada del resto del país, que los proletarios no contarían con el apoyo de los campesinos, etc.

Otros camaradas creían que no prestábamos suficiente importancia a los detalles del complot militar. En octubre, uno de los miembros del Comité Central exigía que se cercara el Teatro Alejandrina, sede de la Conferencia Democrática, y se proclamase la dictadura del Comité Central del partido. Decía que con la agitación y el trabajo militar preparatorios del Segundo Congreso mostrábamos nuestros planes al enemigo y le ofrecíamos así la posibilidad de prepararse e incluso asestarnos un golpe preventivo. Pero no cabe duda que la tentativa de un complot militar y el asedio del Teatro Alejandrina hubieran sido elementos ajenos al desarrollo de los acontecimientos que habrían provocado el desconcierto de las masas. Incluso en el Sóviet de Petrogrado, en el que nuestra fracción era mayoritaria, una acción tal que se anticipara al desarrollo lógico de la lucha no hubiera sido comprendida en ese momento, sobre todo entre la guarnición, en la que aún habían regimientos que dudaban y en los que no se podía confiar, principalmente la caballería. A Kerensky le hubiera resultado mucho más fácil aplastar un complot inesperado para las masas que atacar a la guarnición, y le hubiera permitido consolidarse mucho más en su posición: la defensa de su inviolabilidad en nombre del futuro Congreso de los Sóviets. La mayoría del Comité Central rechazó con razón el plan de asedio a la Conferencia democrática. La coyuntura había sido evaluada perfectamente: la insurrección armada, sin apenas derramamiento de sangre, triunfó precisamente el día que había sido fijado, previa y abiertamente, para la convocatoria del Segundo Congreso de los Sóviets.

Sin embargo, esta estrategia no puede convertirse en norma general, precisaba de unas condiciones objetivas. Nadie creía ya en la guerra contra Alemania, e incluso los soldados menos inclinados hacia la revolución no querían marchar al frente. Y aunque solo por esta razón la guarnición entera estaba de parte de los obreros, se reafirmaba cada vez más en su decisión a medida que iban conociéndose las maquinaciones de Kerensky. Pero el estado de ánimo de la guarnición de Petrogrado tenía una causa aún más profunda en la situación del campesinado y el desarrollo de la guerra imperialista. Si la guarnición se hubiera escindido y Kerensky hubiera tenido oportunidad de apoyarse en algunos regimientos, nuestro plan hubiera fracasado. Los elementos puramente militares del complot (conspiración y gran rapidez en la acción) hubieran prevalecido. Y está claro que hubiera sido necesario escoger otro momento para la insurrección.

La Comuna tuvo también la posibilidad de apoderarse de los regimientos, incluso aquellos formados por campesinos que habían perdido totalmente la confianza y el aprecio por el poder y sus mandos. Sin embargo no hizo nada en este sentido. La culpa no hay que achacársela a las relaciones entre los campesinos y la clase obrera, sino a la estrategia revolucionaria.

¿Qué puede pasar en este sentido en la Europa actual? No es nada fácil preverlo. Sin embargo, teniendo en cuenta que los acontecimientos se desarrollan lentamente y que los Gobiernos burgueses han aprendido bien la lección, es de prever que el proletariado tendrá que superar grandes obstáculos para ganarse la simpatía de los soldados en el momento preciso. Será preciso que la revolución lleve a cabo un ataque hábil en el momento adecuado. El deber del partido es prepararse para ello. Justamente por eso deberá conservar y acentuar su carácter de organización centralizada, que dirigiendo abiertamente el movimiento revolucionario de las masas, es, al mismo tiempo, un aparato clandestino para la insurrección armada.

La cuestión de la electividad de los mandos fue uno de los motivos del conflicto entre la Guardia Nacional y Thiers. París rehusó aceptar el mando que había designado Thiers. Varlin formuló inmediatamente la reivindicación de que todos los mandos de la Guardia Nacional, sin excepción, fueran elegidos por los propios guardias nacionales. Ese fue el principal apoyo del Comité Central de la Guardia Nacional.

Esta cuestión debe ser considerada desde dos perspectivas: la política y la militar. Ambas están relacionadas entre sí, pero es preciso distinguirlas. La tarea política consistía en depurar la Guardia Nacional de los mandos contrarrevolucionarios. El único medio para conseguirlo era la total electividad, ya que la mayoría de la Guardia Nacional estaba compuesta por obreros y pequeño burgueses revolucionarios. Más aún, la divisa de electividad debía ampliarse también a la infantería. De un solo golpe Thiers se hubiera visto privado de su principal arma, la oficialidad contrarrevolucionaria. Pero, para realizar este plan, al proletariado le faltaba un partido, una organización que dispusiera de adeptos en todas las unidades militares. En una palabra, la electividad, en este caso, no tenía como objetivo inmediato dotar a los batallones de mandos adecuados, sino liberarlos de los mandos adictos a la burguesía. Hubiera sido como una cuña para dividir el ejército en dos partes a lo largo de una línea de clase. Así sucedieron las cosas en Rusia en la época de Kerensky, sobre todo en vísperas de Octubre.

Pero cuando el ejército se libera del antiguo aparato de mando inevitablemente se produce un debilitamiento de la cohesión de sus filas y la disminución de su espíritu de combate. El nuevo mando es a menudo bastante débil en el terreno técnico-militar y en lo tocante al mantenimiento del orden y la disciplina. De manera que cuando el ejército se libera del viejo mando contrarrevolucionario que lo oprimía, surge la cuestión de dotarlo de un mando revolucionario capaz de cumplir su misión. Y este problema no puede ser resuelto por unas simples elecciones. Antes que la gran masa de soldados pudiera adquirir la suficiente experiencia para seleccionar a sus mandos la revolución sería aplastada por el enemigo, que ha aprendido a escoger sus mandos durante siglos. Los métodos de la democracia amorfa (la simple electividad) deben ser completados, y en cierta medida reemplazados, por medidas de cooptación. La revolución debe crear una estructura compuesta de organizadores experimentados, seguros, merecedores de una confianza absoluta, dotada de plenos poderes para escoger, designar y educar a los mandos. Si el particularismo y el autonomismo democrático son extremadamente peligrosos para la revolución proletaria en general, son aún diez veces más peligrosos para el ejército. Nos lo demostró el ejemplo trágico de la Comuna.

El Comité Central de la Guardia Nacional basaba su autoridad en la electividad democrática. Pero cuando tuvo necesidad de desplegar al máximo su iniciativa en la ofensiva, sin la dirección de un partido proletario, perdió el rumbo y se apresuró a transmitir sus poderes a los representantes de la Comuna, que necesitaba una base democrática más amplia. Y jugar a las elecciones fue un gran error en ese momento. Pero una vez celebradas las elecciones y reunida la Comuna, hubiera sido preciso que ella misma creara un órgano que concentrara el poder real y reorganizara la Guardia Nacional. Y no fue así. Junto a la Comuna elegida estaba el Comité Central, cuyo carácter electivo le confería una autoridad política gracias a la cual podía enfrentarse a aquella. Al mismo tiempo se veía privado de la energía y firmeza necesarias en las cuestiones puramente militares que, tras la organización de la Comuna, justificaban su existencia. La electividad, los métodos democráticos no son más que una de las armas de las que dispone el proletariado y su partido. La electividad no puede ser de ningún modo un fetiche, un remedio contra todos los males. Es necesario combinarla con las designaciones. El poder de la Comuna procedía de la Guardia Nacional elegida. Pero una vez creada, la Comuna hubiera debido reorganizar toda la Guardia Nacional con mano firme, dotarla de mandos seguros e instaurar un régimen disciplinario muy severo. La Comuna no lo hizo, privándose por ello de un poderoso centro dirigente revolucionario. Por ello fue aplastada.

Podemos hojear página por página toda la historia de la Comuna y encontraremos una sola lección: es necesaria la enérgica dirección de un partido. El proletariado francés se ha sacrificado por la revolución como ningún otro lo ha hecho. Pero también ha sido engañado más que otros. La burguesía lo ha deslumbrado muchas veces con todos los colores del republicanismo, del radicalismo, del socialismo, para cargarlo con las cadenas del capitalismo. Por medio de sus agentes, sus abogados y sus periodistas, la burguesía ha planteado una gran cantidad de fórmulas democráticas, parlamentarias, autonomistas, que no son más que los grilletes con que ata los pies del proletariado e impide su avance.

El temperamento del proletariado francés es como una lava revolucionaria. Pero por ahora está recubierta con las cenizas del escepticismo, resultado de muchos engaños y desencantos. Por eso, los proletarios revolucionarios de Francia deben ser más severos con su partido y denunciar inexcusablemente toda disconformidad entre las palabras y los hechos. Los obreros franceses necesitan una organización para la acción, fuerte como el acero, con jefes controlados por las masas en cada nueva etapa del movimiento revolucionario.

¿Cuánto tiempo nos concederá la historia para prepararnos? No lo sabemos. Durante cincuenta años la burguesía francesa ha mantenido el poder en sus manos tras haber erigido la Tercera República sobre los cadáveres de los comuneros. A los luchadores del 71 no les faltó heroísmo. Lo que les faltaba era claridad en el método y una organización dirigente centralizada. Por ello fueron derrotados. Ya ha transcurrido medio siglo antes de que el proletariado francés pueda plantearse vengar la muerte de los comuneros. Pero ahora intervendrá de manera más firme, más concentrada. Los herederos de Thiers tendrán que pagar la deuda histórica, íntegramente.