Karl Marx

Manuscritos Económicos y filosóficos de 1844


 

[Segundo Manuscrito]

 

[Antitesis del capital y el trabajo.
Propiedad privada y capital.]

[...] ||XL| Constituye los intereses de su capital. En el trabajador se da, pues, subjetivamente, el hecho de que el capital es el hombre que se ha perdido totalmente a si mismo, de la misma forma que en el capital se da, objetivamente, el hecho de que el trabajador es el hombre que se ha perdido totalmente a si mismo. El trabajador tiene, sin embargo, la desgracia de ser un capital viviente y, por tanto, menesteroso, que en el momento en que no trabaja pierde sus intereses y con ello su existencia. Como capital, el valor del trabajo aumenta según la oferta y la demanda, e incluido físicamente su existencia, su vida ha sido y es entendida como una oferta de mercancía igual a cualquier otra. El trabajador produce el capital, el capital lo produce a él; se produce, pues, a sí mismo y el hombre, en cuanto trabajador en cuanto mercancía, es el resultado de todo el movimiento, Para el hombre que no es más que trabajador, y en cuanto trabajador, sus propiedades humanas sólo existen en la medida en que existen para el capital que le es extraño. Pero como ambos son extraños el uno para el otro y se encuentran en una relación indiferente, exterior y casual, esta situación de extrañamiento reciproco ha de aparecer también como real. Tan pronto, pues, como al capital se le ocurre —ocurrencia arbitraria o necesaria— dejar de existir para el trabajador, deja éste de existir para sí; no tiene ningún trabajo, por tanto, ningún salario, y dado que él no tiene existencia como hombre, sino como trabajador, puede hacerse sepultar, dejarse morir de hambre, etc. El trabajador sólo existe como trabajador en la medida en que existe para sí como capital, y sólo existe como capital en cuanto existe para él un capital. La existencia del capital es su existencia, su vida; el capital determina el contenido de su vida en forma para él indiferente. En consecuencia la Economía Política no conoce al trabajador parado, al hombre de trabajo, en la medida en que se encuentra fuera de esta relación laboral. El pícaro, el sinvergüenza, el pordiosero, el parado, el hombre de trabajo hambriento, miserable y delincuente son figuras que no existen para ella, sino solamente para otros ojos; para los ojos de medico, del juez, del sepulturero, del alguacil de pobres, etc.; son fantasmas que quedan fuera de su reino. Por eso para ella las necesidades del trabajador se reducen solamente a la necesidad de mantenerlo durante el trabajo de manera que no se extinga la raza de los trabajadores. El salario tiene, por tanto, el mismo sentido que el mantenimiento, la conservación de cualquier otro instrumento productivo. El mismo sentido que el consumo de capital en general, que éste requiere para reproducirse con intereses, como el aceite que las ruedas necesitan para mantenerse en movimiento. El salario del trabajador pertenece así a los costos necesarios del capital y del capitalista, y no puede sobrepasar las exigencias de esta necesidad. Es, por tanto, perfectamente lógico que ante el Amendment Bill de 1834 los fabricantes ingleses detrajeran del salario del trabajador, como parte integrante del mismo, las limosnas públicas que éste recibe por medio del impuesto de pobres.

La producción produce al hombre no sólo como mercancía, mercancía humana, hombre determinado como mercancía; lo produce, de acuerdo con esta determinación, como un ser deshumanizado tanto física como espiritualmente. Inmoralidad, deformación, embrutecimiento de trabajadores y capitalistas. Su producto es la mercancía con conciencia y actividad propias..., la mercancía humana. Gran progreso de Ricardo, Mill, etc., frente a Smith y Say, al declarar la existencia del hombre —la mayor o menor productividad humana de la mercancía— como indiferente e incluso nociva. La verdadera finalidad de la producción no estará en cuántos hombres puede mantener un capital, sino en cuántos intereses reporta, en la cuantía de las economías anuales. Igualmente fue un grande y consecuente progreso de la reciente (XLI) Economía Política inglesa el explicar con plena claridad (al mismo tiempo que eleva el trabajo a principio único de la Economía Política) la relación inversa existente entre el salario y el interés del capital y que el capitalista, por lo regular, sólo con la reducción del salario puede ganar y viceversa. La relación normal no sería la explotación del consumidor sino la explotación reciproca de capitalista y trabajador. La relación de la propiedad privada contiene latente en si la relación de la propiedad privada como trabajo, así como la relación de la misma como capital y la conexión de estas dos expresiones entre sí. Es, de una parte, la producción de la actividad humana como trabajo, es decir, como una actividad totalmente extraña a sí misma, extraña al hombre y a la naturaleza y por ello totalmente extraña a la conciencia y a la manifestación vital; la existencia abstracta del hombre como un puro hombre de trabajo, que por eso puede diariamente precipitarse de su plena nada en la nada absoluta, en su inexistencia social que es su real inexistencia. Es, por otra parte, la producción del objeto de la actividad humana como capital, en el que se ha extinguido toda determinación natural y social del objeto y ha perdido la propiedad humana su cualidad natural y social (es decir, ha perdido toda ilusión política y social, no se mezcla con ninguna relación aparentemente humana), que también permanece el mismo en los más diversos modos de existencia natural y social, y es perfectamente indiferente respecto de su contenido real. Esta oposición, llevada a su culminación, es necesariamente la culminación, la cúspide y la decadencia de la relación toda. Por eso es también una gran hazaña de la reciente Economía Política inglesa haber denunciado la renta de la tierra como la diferencia entre los intereses del peor suelo dedicado a la agricultura y el mejor suelo cultivado, haber aclarado las ilusiones románticas del terrateniente (su presunta importancia social y la identidad de sus intereses con los de la sociedad, que todavía afirma Adam Smith, siguiendo a los fisiócratas) y haber anticipado y preparado el movimiento real que transformará al terrateniente en un capitalista totalmente ordinario y prosaico, simplificará y agudizará la contradicción y acelerara así su solución. La tierra como tierra, la renta de la tierra como renta de la tierra, han perdido allí su diferencia estamental y se han convertido en capital e interés que nada significan o, más exactamente, que sólo dinero significan. La diferencia entre capital y tierra, entre ganancia y renta de la tierra, así como la de ambas con el salario; la diferencia entre industria y agricultura, propiedad privada mueble e inmueble, es una diferencia histórica no fundaba en la esencia de las cosas; la fijación de un momento de la formación y el nacimiento de la oposición entre capital y trabajo. En la industria, etcétera, en oposición a la propiedad inmobiliaria, sólo se expresa el modo de nacimiento y la oposición en que se ha formado la industria con relación a la agricultura. Esta diferencia sólo subsiste como un tipo especial de trabajo, como una diferencia esencial, importante, vital, mientras la industria (la vida urbana) se forma frente a la propiedad rural (la vida aristocrática feudal) y lleva aún en si misma el carácter feudal de su contrario en la forma del monopolio, el gremio, la corporación, etc., dentro de cuyas determinaciones el trabajo tiene aún una aparente significación social, tiene aún el significado de la comunidad real, no ha progresado aún hasta la indiferencia respecto del propio contenido, hasta el pleno ser para sí mismo, es decir, hasta la abstracción de todo otro ser y por ello no llegado aún a capital liberado.

(XLII) Pero el desarrollo necesario del trabajo es la industria liberada, constituida como tal para si, y el capital liberado. El poder de la industria sobre su contrario se muestra en seguida en el surgimiento de la agricultura como una verdadera industria, en tanto que antes ella dejaba el principal trabajo al suelo y a los esclavos de este suelo, mediante los cuales éste se cultivaba a sí mismo. Con la transformación del esclavo en un trabajador libre, esto es, en un asalariado se ha transformado el terrateniente en sí en un patrono industrial, en un capitalista; transformación que ocurre, en primer lugar, por intermedio del arrendatario. Pero el arrendatario es el representante, el revelado secreto del terrateniente; sólo mediante él existe económicamente, como propietario privado, pues las rentas de sus tierras sólo existen por la competencia entre los arrendatarios. Esencialmente el terrateniente se ha convertido, por tanto, ya en el arrendatario, en un capitalista ordinario. Y esto tiene aún que consumarse en la realidad: el capitalista que se dedica a la agricultura, el arrendatario, ha de convertirse en terrateniente o viceversa. El tráfico industrial del arrendatario es el del terrateniente, pues el ser del primero pone al del segundo.

Como acordándose de su supuesto nacimiento, de su origen, el terrateniente ve en el capitalista a su petulante, liberado y enriquecido esclavo de ayer, y se ve a si mismo en cuanto capitalista, amenazado por él. El capitalista ve en el terrateniente al inútil, cruel y egoísta señor de ayer, sabe que le estorba en cuanto capitalista; que, sin embargo, le debe a la industria toda su actual importancia social; ve en él una oposición a la industria libre y al libre capital, independiente de toda determinación natural. Este antagonismo es sumamente amargo y se dice recíprocamente la verdad. Basta con leer los ataques de la propiedad inmueble a la mueble y viceversa para forjarse una gráfica imagen de su recíproca indignidad. El terrateniente hace valer el origen noble de su propiedad, los recuerdos feudales, las reminiscencias, la poesía del recuerdo, su entusiástica naturaleza, su importancia política, etc., y cuando habla en economista dice que sólo la agricultura es productiva. Pinta al mismo tiempo a su adversario como un canalla adinerado, astuto, venal, mezquino, tramposo, codicioso, capaz de venderlo todo, rebelde, sin corazón y sin espíritu, extraño al ser común que tranquilamente vende por dinero, usurero, alcahuete, servil, intruso, adulador, timador, que engendra, nutre y mima la competencia y con ella el pauperismo, el crimen, la disolución de todos los lazos sociales, sin honor, sin principios, sin poesía, sin nada. (Véase entre otros, al fisiócrata Bergasse, a quien ya fustiga Camille Desmoulins en su periódico Revolutions de France et de Brabant; véase v. Vincke, Lancizolle, Haller, Leo, Kosegarten, y véase también Sismondi). La propiedad mueble, por su parte, señala las maravillas de la industria y del movimiento; ella es el fruto de la época moderna y su legítimo hijo unigénito Compadece a su adversario como a un mentecato no ilustrado sobre su propio ser (y esto es perfectamente cierto), que quisiera colocar en lugar del moral capital y del trabajo libre, la inmoral fuerza bruta y la servidumbre; lo pinta como un Don Quijote que bajo la apariencia de la rectitud, la honorabilidad, el interés general, la estabilidad, oculta la incapacidad de movimiento, la codiciosa búsqueda de placeres, el egoísmo, el interés particular, el torcido propósito; lo denuncia como un taimado monopolista; ensombrece sus reminiscencias, su poesía y sus ilusiones en una enumeración histórica y sarcástica de la bajeza, la crueldad, el envilecimiento, la prostitución, la infamia, la anarquía y la rebeldía que tuvieron como talleres los románticos castillos.

(XLIII) La propiedad mobiliaria habría dado al pueblo la libertad política, desatado las trabas de la sociedad civil, unido entre sí los mundos, establecido el humanitario comercio, la moral pura, la amable cultura; en lugar de sus necesidades primarias habría dado al pueblo necesidades civilizadas y los medios de satisfacerlas, en tanto que el terrateniente (ese ocioso y molesto acaparador de trigo) encarece para el pueblo los víveres más elementales y obliga así al capitalista a elevar el salario sin poder elevar la fuerza productiva; con ello estorba la renta anual de la nación, la acumulación de capitales, esto es, la posibilidad de poder proporcionar trabajo al pueblo y riqueza al país. Finalmente la anula totalmente, acarrea una decadencia general y explota avaramente todas las ventajas de la civilización moderna, sin hacer lo más mínimo por ella e incluso sin despojarse de sus prejuicios feudales. Basta, por último, con que mire a su arrendatario (él, para quien la agricultura y la tierra misma sólo existen como una fuente de dinero que se la ha regalado) y diga si él no es un canalla honrado, fanático y astuto que en corazón y en realidad hace tiempo que pertenece a la libre industria y al dulce comercio por mas que se oponga a ellos y por más que charle de recuerdos históricos y de finalidades morales o políticas. Todo lo que realmente alega en su favor sólo es cierto respecto del cultivador de la tierra (del capitalista y de los mozos de labranza), cuyo enemigo es más bien el terrateniente; testimonia, pues, contra sí mismo. Sin capital, la propiedad territorial sería materia muerta y sin valor. Su civilizado triunfo es precisamente haber descubierto y situado el trabajo humano en lugar de la cosa inanimada como fuente de la riqueza. (Véase Paul Louis Courier, St. Simon, Canilh, Ricardo, Mill, Mac Culloch, Destutt de Tracy y Michel Chevalier.)

Del curso real del proceso de desarrollo (intercalar aquí) se deduce el triunfo necesario del capitalismo, es decir, de la propiedad privada ilustrada sobre la no ilustrada, bastarda, sobre el terrateniente, de la misma forma que, en general, ha de vencer el movimiento a la inmovilidad, la vileza abierta y consciente de sí misma a la escondida e inconsciente, la codicia a la avidez de placeres, el egoísmo declarado, incansable y experimentado de la ilustración, al egoísmo local, simple, perezoso y fantástico de la superstición; como el dinero ha de vencer a todas las otras formas de la propiedad privada.

Los Estados, que sospechan algo del peligro de la industria plenamente libre, de la moral plenamente libre y del comercio humanitario, tratan de detener (aunque totalmente en vano) la capitalización de la propiedad de la tierra.

La propiedad de la tierra, en su diferencia respecto del capital, es la propiedad privada, el capital, preso aún de los prejuicios locales y políticos, que no ha vuelto aún a si mismo de su vinculación con el mundo, el capital aún incompleto. Ha de llegar, en el curso de su configuración mundial, a su forma abstracta, es decir, pura.

La relación de la propiedad privada es trabajo, capital y la relación entre ambos. El movimiento que estos elementos han de recorrer es el siguiente:

Primeramente: Unidad inmediata y mediata de ambos.

Capital y trabajo primero aún unidos, luego separados, extrañados; pero exigiéndose y aumentándose recíprocamente como condiciones positivas.

Oposición de ambos, se excluyen recíprocamente; el trabajador sabe que el capitalista es la negación de su existencia y viceversa; cada uno de ellos trata de arrebatar su existencia al otro.

Oposición de cada uno de ellos consigo mismo, Capital = trabajo acumulado = trabajo. Como tal descomponiéndose en sí mismo y sus intereses, así como éstos a su vez se descomponen en intereses y beneficios. Sacrificio total del capitalista. Cae en la clase obrera así como el obrero —aunque sólo excepcionalmente— se hace capitalista. Trabajo como momento del capital, sus costos. El salario, pues, sacrificio del capital.

Trabajo se descompone en si mismo y el salario. El trabajador mismo un capital, una mercancía. Colisión de oposiciones recíprocas.