Bilboko alkatea den Iñaki Azkunaren eskutik, EAJk ez ditu kendu nahi udaletxeko eta kaleko ikur frankistak, “historia errespetatzea” nahitaezkoa dela esanez. Zein historia errespetatu nahi du EAJk? Zein izan zen EAJren benetako papera gerra zibilean? Altxamendu faxistaren ala langile iraultzaren alde egin zuen euskal kapitalisten alderdiak? 

 

Navarra fue el centro neurálgico donde se preparó el golpe militar del 18 de Julio. El Gobierno republicano envió allí al general Mola, que pudo, a sus anchas, con el ambiente y los medios necesarios, preparar el levantamiento. Mientras éste se producía, los Gobiernos civiles, ante las insistentes noticias, se dedicaron a tranquilizar a la población afirmando que no eran más que rumores, cuando ya se sabía a ciencia cierta el carácter del alzamiento. Todos estos “errores” no fueron producto de ninguna casualidad.

La oligarquía en el Estado español, incapaz de desarrollar las fuerzas productivas y de mejorar las condiciones de vida de las masas, no podía mantener las formas democráticas de dominación. Ante la incapacidad de abortar el movimiento obrero mediante la represión que ejerció tras la fallida revolución de octubre del 34, había llegado a la conclusión de que la lucha de clases únicamente dejaba dos salidas: revolución o fascismo; socialismo o capitalismo.

La Lliga Catalana entró en 1936 en el bloque de las derechas con la consigna de Gil Robles “contra la revolución y sus cómplices”. Por su parte, la dirección del PNV desde el principio vaciló sin saber qué hacer: ¿apoyar el golpe y quedarse al margen o apoyar al Gobierno del Frente Popular?

En enero de 1936 una delegación del PNV se había trasladado al Vaticano donde les recomendaron un frente católico en Euskal Herria para derrotar al Frente Popular. “La lucha es entre Cristo y Lenin”, repetía una y otra vez la curia vaticana. Pero los diputados del PNV no veían políticamente viable esa alternativa.

Finalmente el PNV decidió presentarse en solitario en las elecciones de febrero, sacando 9 escaños y perdiendo 28.000 votos. En el territorio vasco las derechas sacaron ocho escaños y los carlistas siete, haciéndose con la mayoría en Álava y Navarra, frente a los siete escaños del Frente Popular. Las tensiones provocadas por la polarización entre las clases sociales tiraban del PNV en todas las direcciones resquebrajándolo.

Cuando se produjo la sublevación militar fascista el 18 de julio de 1936, los órganos de dirección del PNV de Navarra y Álava la apoyaron sin titubeos. Mientras, en Guipúzcoa, se produjo un tenso debate interno en pro y en contra de apoyar el alzamiento fascista y en Vizcaya, la provincia dominante, superados por el movimiento de masas, no tenían otra opción que, o quedarse al margen y ser barridos por dicho movimiento, o intentar controlarlo oponiéndose al levantamiento fascista.

Los sectores profascistas del nacionalismo vasco no escatimaron esfuerzos. El Napar Buru Batzar del PNV de Navarra hizo pública el 20 de julio de 1936 una inequívoca declaración de apoyo al ejército de Franco: “El PNV, dada su ideología fervientemente católica y fuerista, no se ha unido ni se une al Gobierno en la lucha actual”. La represión en Navarra, sobre todo en el sur, donde los socialistas tenían más fuerza, fue brutal.

En Álava, mientras tanto, el general Alonso Vega preparó tranquilamente el alzamiento entre los días 16 y 18 de julio. Como respuesta, el Gobierno Civil tranquilizaba a la población diciendo “no pasa nada”, “la normalidad es completa”.

En lugar de proporcionar armas a los trabajadores, los delegados de la República optaron por la más absoluta pasividad, lo cual permitió el rápido triunfo de los sublevados.

El día 19 de julio a las 7 de la mañana se declaró el Estado de guerra por parte de los tres jefes de las principales fuerzas militares de Vitoria. Hasta el día 20 no se declara una huelga general en toda la provincia. La huelga acabó ahogada en sangre el día 23.

En esas circunstancias, el Araba Buru Batzar publicó el siguiente comunicado: “El Consejo regional del PNV de Álava con el interés vivamente expuesto de evitar luchas fratricidas y derramamientos de sangre entre hermanos alaveses y para impedir que la anarquía se adueñe de su pueblo ordena a todos los afiliados que realicen todas sus obligaciones sociales y estén en todo momento a las disposiciones de las autoridades militares y delegados que se han constituido”.

Un sector del PNV apoyó abiertamente el golpe, como quedó acreditado en el manifiesto de Javier de Landaburu, diputado a Cortes, y Manuel Ibarrondo: “Los suscritos, afiliados al PNV manifiestan: las circunstancias que venía atravesando la gobernación de España y que llevaban irremediablemente a la ruina moral y material de los ciudadanos han hecho que unos hombres de buena voluntad, a impulso exclusivo de su sano patriotismo, iniciaron y estén desarrollando activamente en estos dramáticos momentos una Cruzada de regeneración espiritual y fortalecimiento material. En el panorama que se nos ofrece no caben ya disyuntivas ante la anarquía reinante todavía en muchos pueblos españoles, ante la amenaza seria de un comunismo bárbaro que nada ha de respetar... ya no le cabe duda, y menos al que sea nacionalista vasco, el que desea para este país un mínimo de libertad y de bienestar que el comunismo nunca conseguiría... exhortamos a nuestros amigos nacionalistas a no impedir y coadyuvar al éxito inminente de quienes van a redimir tan precioso tesoro y a gritar con ellos viva España, viva el País Vasco”.

En Guipúzcoa, donde el PNV era el Partido más importante con 50.000 votos en las elecciones de febrero, el EBB se posicionó por la República en una reunión tormentosa. Una parte importante de la base nacionalista se movilizó junto a las fuerzas de izquierda desde el primer momento, mientras que la dirección estuvo en un constante bascular hacia el carlismo. A pesar de que el PNV declaró su apoyo a la República el 19 de julio y a pesar de su participación en la Junta de Defensa creada en San Sebastián, transcurrieron casi tres semanas antes de que en Guipúzcoa se formasen las primeras milicias de nacionalistas vascos, las llamadas Eusko Gudarostea. El poder en Guipúzcoa estaba en mano de las Juntas de Defensa que se formaron: la de San Sebastián, presidida por un socialista de izquierda con la participación de comunistas y cenetistas; la de Eibar, controlada por los socialistas; la de Irún por los comunistas y la CNT y la de Azpeitia presidida por Manuel de Irujo y enteramente controlada por el PNV. Fue esta junta, la de Azpeitia, la que inició la formación de las milicias vascas. Sin embargo, cuando los gudaris entraron en combate en el valle del Urola, zona de la que se había hecho cargo la Junta de Azpeitia, se perdió sin lucha o con resistencia “muy discreta”, como afirmó el propio jefe de la artillería enemiga, comandante Martínez de Campos.

En los albores de la Guerra Civil, los dirigentes del nacionalismo vasco probaron la auténtica catadura de sus planteamientos políticos. Ajuriaguerra, dirigente del PNV, relata cómo él mismo, en la noche del 17 al 18 de julio, “tenía la esperanza de escuchar alguna noticia que nos ahorrase el tener que tomar una decisión: que uno u otro bando ya hubiese ganado la partida... A las 6 de la mañana decidimos dar nuestro apoyo al Gobierno republicano (...) Tomamos esa decisión sin mucho entusiasmo (...) convencidos (...) de que, de habernos decidido por el otro bando, nuestra base se nos habría opuesto (...)”.

El PNV se vio obligado a actuar de una forma menos ambigua en Vizcaya, donde la base obrera era mucho más importante. En realidad existía un claro riesgo para el nacionalismo vasco de perder el control de la situación si las posturas vacilantes se mantenían públicamente. Una actitud de ese tipo en Vizcaya podría haber representado un acicate para que las organizaciones obreras vascas adoptasen medidas revolucionarias como la expropiación de industrias y la implantación de órganos de poder obrero, al igual que en otras zonas del Estado donde la burguesía se colocó al lado de la reacción.

Las masas obreras en Vizcaya, fieles a su tradición, impidieron cualquier tentativa de golpe. La noticia de la sublevación del ejército en África corrió por Bilbao como un reguero de pólvora. Mientras los fascistas se movían en coches por el centro de la ciudad, oficialmente se insistía en que la situación estaba controlada.

Desoyendo al Gobierno Civil, a primeras horas del día 18, miles de trabajadores se concentraron en Garellano, rodearon el cuartel e hicieron desistir de sus propósitos a los militares facciosos.

En contraste con la posición de ambigüedad calculada de los dirigentes del PNV, en el seno del movimiento obrero de inspiración nacionalista la actitud era mucho más clara. ELA-STV se declaró “inmediatamente al lado del pueblo”. Según su presidente, Manuel Robles, “la clase obrera no albergaba ninguna de las vacilaciones de las que daban muestras ciertos elementos del PNV”. La clase obrera empujaba a su vez a la izquierda a la pequeña burguesía nacionalista radicalizada, que temía la pérdida de iniciativa del nacionalismo ante la reacción por un lado y la iniciativa de la clase obrera por otro. Acción Nacionalista Vasca (ANV), que, a diferencia del PNV, se presentó a las elecciones en las candidaturas del Frente Popular, ingresó inmediatamente en la junta de defensa del Frente Popular en Bilbao y los militantes de la ANV partieron enseguida para el frente.

Trifón Etxebarria Etarte, de Jagi-Jagi, movimiento juvenil partidario de la independencia, escindido del PNV antes de la guerra, fue a ver a Aguirre para sugerirle que Jagi-Jagi se apoderase de la primera partida de armas antes de que pudieran descargarla. De este modo quedaría asegurada la superioridad de los nacionalistas y la causa de la independencia vasca. “Aguirre se mostró horrorizado. Eso sería traicionar al Frente Popular”. Yo, que tenía sólo 25 años, repliqué: “La única traición que conozco es la traición a mi país. (...) Pero Aguirre era demasiado honrado para aprovecharse de tal oportunidad. Siempre habíamos creído que el estatuto era una trampa muy parecida a aquella en la que Irlanda había caído después de la primera guerra mundial”.

Los acontecimientos posteriores demostrarían que los intereses de clase de la burguesía vasca prevalecían sobre la pretendida lealtad al Frente Popular y el exceso de honradez de Aguirre negándose a aprovechar la situación para declarar la independencia de Euskal Herria. Los movimientos erráticos y contradictorios de la dirección del PNV tenían su fuerza motriz en el devenir de unos acontecimientos que en aquellos momentos no podían controlar.

Es en Euskal Herria donde el papel reaccionario de la burguesía vasca quedó más evidente. Javier de Landaburu, escribió una carta a José Antonio Aguirre, fechada en Vitoria a 3 de agosto de 1936, transmitiéndole el sentir de los sublevados, donde se refleja claramente cuál fue a posteriori la actitud del PNV en el transcurso de la Guerra Civil: “Le hacen conocer [a José Antonio Aguirre] la preocupación de altos jefes militares por la suerte de Vizcaya y Guipúzcoa y que se extrañan de que los nacionalistas de ahí estéis de la mano de los rojos (...) si los nacionalistas de ahí os limitáis, mientras ahí manden los rojos, a ser guardadores de edificios y personas, si no tomáis las armas contra el Ejército, seréis respetados cuando el Ejército se apodere de esa zona”.

Hay muchas opiniones en el seno de la burguesía vasca y de destacados militantes del PNV que confirman cuál era realmente su postura. Juan Manuel Epalza (vicepresidente de los Mendigoixales, movimiento juvenil del PNV, de profesión ingeniero industrial), creía que, por encima de todo, la adhesión del PNV a la república significaba que el partido tenía la intención de mantener la ley y el orden en la retaguardia e impedir que la izquierda lo considerase su enemigo: “hasta la noche antes, nuestro verdadero enemigo había sido la izquierda. No porque fuese izquierda, sino porque era española y como tal, intransigente. Vacilamos durante dos semanas o más titubeando sobre si aliarnos con nuestros anteriores enemigos. De haber sido posible, nos hubiéramos mantenido neutrales”. Sin embargo, como afirma él mismo: “estábamos decididos a impedir las atrocidades, a asegurarnos de que los de izquierdas no asesinaran, robaran ni incendiaran iglesias. Estábamos entre la espada y la pared. Era algo absurdo, trágico: teníamos más cosas en común con los carlistas que nos atacaban que con la gente con la que de pronto nos encontramos aliados...”

Éste era el sentir de la burguesía nacionalista vasca a la que el Gobierno de la República entregó la dirección de la lucha frente al fascismo. El objetivo, al igual que ocurriera en Catalunya, era impedir a toda costa que la lucha armada contra el levantamiento faccioso se transformara en una revolución social, hecho que estaba teniendo lugar en la mayor parte del territorio republicano. Ante todo había que evitar que las masas radicalizadas, especialmente la base del PSOE, UGT, PCE y CNT tomasen la iniciativa militar y la política; que la clase obrera pusiese el sacrificio y el arrojo en el combate, como ocurrió en la defensa de Bilbao, pero que la dirección política de la lucha quedara en manos de la burguesía vasca para aplastar la revolución y evitar que los trabajadores se hicieran con el poder efectivo. Según Pedro Basabilotra, secretario del jefe de la milicia del PNV, “la izquierda siguió siendo para nosotros un peligro tan grande como los fascistas.

Sabíamos que en caso de ganar la guerra habría que librar un segundo asalto...”. Juan Manuel Epalza, ingeniero industrial peneuvista, ya se estaba preparando para ese segundo asalto. “Sin ningún género de duda, la izquierda se volvería contra los nacionalistas vascos si salían victoriosos. Él y otros crearon un Estado mayor paralelo con el propósito de aprestarse para combatir a la izquierda. Cuando al País Vasco le fue concedido el autogobierno, pudieron prescindir de dicho Estado mayor, ya que a partir de entonces existió una sola autoridad y el PNV la controlaba”

La burguesía vasca temía mucho más a la revolución que al fascismo, que podría traer el “orden” y el respeto a la propiedad privada nuevamente. El rechazo frontal de Franco al nacionalismo vasco y catalán y a todo lo que oliera a separatismo, unido a su oposición a los estatutos de autonomía, permitieron a la burguesía vasca explicar a las masas su apoyo al Gobierno de la República en términos de defensa de los derechos democráticos de Euskal Herria. Sin embargo, lo que primaba por encima de todo eran sus intereses de clase y la burguesía vasca estaba firmemente dispuesta a dejar para mejores tiempos su autonomía si con ello impedía la revolución. Esta actitud determinó totalmente la política del PNV al frente del Gobierno Vasco. El hecho de que junto al PNV colaborasen otras organizaciones obreras no varió un ápice los resultados, ya que era el PNV quien imponía su política.

El 1 de octubre de 1936 las Cortes aprobaron el Estatuto de Autonomía del País Vasco que consistía en un texto breve por el que se concedía un grado de autonomía sensiblemente modesto a Álava, Guipúzcoa y Vizcaya; transfería competencias en legislación electoral, régimen interior, legislación civil, recursos naturales, transportes, organización de la justicia, policía y orden público; declaraba la cooficialidad del euskera y el castellano, reconocía la facultad de crear centros docentes propios aunque el Estado retenía los suyos y afirmaba expresamente la unidad de España. Además, determinaba que en el transcurso de la guerra regiría el País Vasco un Gobierno Provisional, delegando la elección del presidente de dicho Gobierno a los concejales que pudiesen emitir libremente el voto. En otras palabras, entregaba la presidencia al PNV, que controlaba una amplia mayoría de los 1.009 concejales, la mayor parte de Vizcaya, que votaron el 7 de octubre a José Antonio Aguirre como presidente del Gobierno Vasco. La formación del Gobierno de Aguirre representó la reaparición del poder del Estado burgués frente al poder revolucionario que frenó el alzamiento del 18 de julio en Vizcaya y Guipúzcoa.

La guerra en el País Vasco tuvo pues dos fases netamente diferenciadas. Una, la de las Juntas de Defensa, entre el 18 de julio y el 7 de octubre de 1936, en la que el poder regional y el esfuerzo de resistencia recayeron sobre las fuerzas políticas de la izquierda obrera. Otra, la fase del Gobierno vasco entre el 7 de octubre de 1936 y la caída de Bilbao, en la que el PNV asumió la responsabilidad tanto en la gobernación del País Vasco como en la dirección de la guerra.

En Euskadi el Frente Popular, apoyándose en el PNV, pudo evitar que una respuesta revolucionaria a la guerra llevase a la expropiación de industrias y bancos. Si esto se hubiese logrado se podría haber utilizado todo el potencial económico de Euskal Herria para combatir militarmente a Franco de una forma mucho más eficaz. La clave estuvo en el papel del PNV: su presencia al frente del Gobierno autónomo equivalió a una moderada reacción termidoriana que detuvo y recondujo la situación seudo revolucionaria creada en Vizcaya y Guipúzcoa como consecuen cia de la respuesta popular a la sublevación del 18 de julio.

El 7 de octubre de 1936 el presidente Aguirre constituyó el Gobierno Vasco. Uno de sus primeros objetivos fue establecer el mando único y la militarización de todas las milicias. “El Gobierno vasco promoverá el acceso del trabajador al capital, a los beneficios y a la coadministración de las empresas, pudiendo llegar a la incautación y socialización de los elementos de producción que estime necesarios para organizar rápidamente la victoria. Procurará en todo momento evitar lesión innecesaria en los intereses de los productores y protegerá decididamente al modesto industrial y al comerciante”. En el texto de este discurso podemos apreciar las presiones del movimiento obrero; sin embargo, toda esta fraseología no servía sino para posibilitar al PNV hacerse con el poder con el fin de proteger la propiedad privada de la banca y la industria que, en medio del conflicto, continuaron funcionando normalmente en manos de sus antiguos propietarios evitando ser nacionalizadas, como exigía la situación para abastecer la industria de guerra.

Esta situación era apreciada por muchos militantes honrados y sin embargo combatida por sus direcciones. Según Saturnino Calvo, joven minero comunista: “El gobierno vasco no sabía cómo sacar el máximo partido del potencial humano e industrial que se hallaba a su disposición. Y eso se debía a que no era un partido revolucionario. Temía que, en caso de ganar la guerra, se produjese un avance del socialismo, al que era hostil...”.

Como en el resto del Estado, la consigna de la izquierda en Euskal Herria fue, primero ganar la guerra, después la revolución, sin comprender que era imposible la primera sin llevar a cabo la segunda. De esta táctica únicamente salió beneficiada la burguesía vasca, catalana y española y más tarde la reacción fascista. Ésta fue la conclusión de muchos militantes comunistas a través de su propia experiencia, como explica Ricardo Valgañón, fundidor comunista: “Nuestro único deseo era ganar la guerra. Todo lo demás se dejaba para más tarde. La clase obrera, el Partido Comunista de Euskadi no presentaban reivindicaciones al Gobierno Vasco.

Incluso cuando Euskadi Roja , el periódico del partido, trató de señalar que no estábamos luchando solamente por la liberación nacional, sino para cambiar la estructura de la sociedad, el PNV se las arregló para que lo censurasen” A su modo de ver, “El Partido Comunista estaba excesivamente callado. En aquel momento, la liberación nacional era por supuesto, la mayor conquista social para el pueblo de Euskadi. Si ganaban los fascistas, los vascos perderían su libertad y su democracia. A pesar de todo, el hecho de no conseguir conquistas sociales representaba inevitablemente hacerle el juego a la burguesía vasca”.

Al proletariado vasco le correspondió el mérito de evitar que Guipúzcoa y Vizcaya cayesen en manos del general Mola. Las columnas expedicionarias salían hacia los frentes entre vítores a la República, al Frente Popular, al proletariado. Los lemas colectivos eran lemas revolucionarios. Los improvisados batallones desfilaban a los sones de la Internacional y del Himno de Riego. Irujo, el diputado nacionalista por Guipúzcoa, criticaría el “culto a los ídolos de la revolución” que, de acuerdo con sus propias palabras, rendía la Junta de San Sebastián. El corresponsal de The Times, Steer, escribió que la base de la milicia guipuzcoana era “urbana y proletaria, no nacionalista vasca”. Lo mismo podría decirse de la milicia vizcaína.

El 3 de septiembre, una fuerza compuesta por militares insurgentes y requetés de Navarra capturó la población fronteriza de Irún, cerrando la frontera entre el País Vasco y Francia. En lo sucesivo las comunicaciones del norte con el resto de la zona del Frente Popular sólo pudieron efectuarse por mar o por aire. Antes de abandonar Irún, algunos de sus defensores pegaron fuego a ciertas partes de la ciudad. Diez días más tarde los del PNV rindieron San Sebastián al enemigo sin disparar un tiro. Una fuerza de gudaris (soldados nacionalistas vascos) se quedó en la ciudad para asegurarse de que las fuerzas en retirada no le prendieran fuego, como había ocurrido en Irún. Anteriormente ya habían desarmado a la milicia anarquista, que era partidaria de resistir.

Las encarnizadas luchas callejeras, que culminaron en el aplastamiento de la insurrección militar en la ciudad; el prolongado asedio del cuartel de Loyola, que no capituló hasta el 28 de julio; todo ese esfuerzo generoso del proletariado guipuzcoano fue traicionado por la burguesía vasca. Guipúzcoa permaneció en zona del Frente Popular menos de dos meses.

La rendición de San Sebastián hizo que de la noche a la mañana el frente se desplazase unos sesenta kilómetros hacia el oeste en dirección a las fronteras de Vizcaya, la única provincia vasca que seguía bajo el control del Frente Popular. El fracaso sufrido en la defensa de San Sebastián suscitó varios enfrentamientos violentos en el seno del PNV. El Bizkai Buru Batzar (dirección del PNV de Vizcaya) afirmaba que si acudía a la defensa de Guipúzcoa, donde abundaban los hombres pero no las armas, la provincia caería igualmente y la defensa de Vizcaya saldría perjudicada. En la misma Vizcaya, el PNV (a diferencia de los otros partidos) no envió milicias al frente hasta los últimos diez días de septiembre, cuando el enemigo estaba casi en sus fronteras.

Los batallones nacionalistas vascos, formados principalmente por campesinos, constituían el elemento con mayor representación en el ejército. Incluso sus oficiales jóvenes eran conscientes de que el jefe del Estado Mayor, el coronel Montaud, un oficial de carrera que gozaba de la confianza del presidente Aguirre, era un derrotista. El teniente Luis Michelena, ex tenedor de libros de Rentería (Guipúzcoa) y militante del PNV, opinaba que deberían haberle fusilado. No se trataba de una cuestión de lealtad, sino de la forma en que el coronel concebía la guerra. “Pensaba siempre que cualquier operación que planease saldría mal. Aunque claro, había pocos oficiales profesionales que valieran algo en el ejército vasco. La mayor parte tenían mentalidad de funcionario, les faltaba iniciativa y comprensión de las fuerzas populares que tenían bajo su mando. Resumiendo, sospechaban del pueblo...”.

El presidente del PNV mantuvo al frente del ejército vasco a esta joya del derrotismo hasta que no pudo más; entonces el coronel Montaud fue sustituido como jefe del Estado Mayor y el presidente Aguirre se convirtió en el jefe supremo por sugerencia de los dirigentes estalinistas del PCE. La pretendida eficacia del PNV para constituir cuerpos de ejército en poco tiempo, bien equipados, numerosos y con un mando centralizado y previsor que preparó el llamado cinturón de hierro para proteger Bilbao, no es más que una falsa cortina de humo para ocultar su felonía y su traición. En realidad el PNV, que durante semanas enteras se negó a levantarse en armas frente a los fascistas, no tuvo

más remedio que reaccionar y ponerse al frente de un ejército con el fin de evitar que le superasen los acontecimientos y poder reconducir la situación protegiendo en todo momento, como su principal fin, la propiedad de la burguesía y a sus personas. Por su parte, el mando centralizado de las tropas fue utilizado para poner bajo las órdenes de la burguesía vasca a los batallones proletarios.

En cuanto a “la gran obra defensiva en Bilbao”, fue un completo fiasco. El cinturón de hierro inacabado carecía de protección contra ataques aéreos, tenía poca profundidad (10-15 kilómetros desde Bilbao), no disponía de líneas de apoyo escalonadas y dejaba fuera alturas importantes desde las que era fácilmente dominable. Al general Gamir, el examen del cinturón le resultó “desconsolador” y a Franco le pareció un error, un inmenso error. El 11 de junio de 1937 el cinturón bilbaíno fue roto después de que la artillería y la aviación machacasen un punto cercano a Larrebezúa, donde las fortificaciones estaban por acabar. Las fuerzas franquistas sabían por donde atacar: al comenzar la campaña se había pasado al enemigo el ingeniero Goicoechea, que había trabajado en las fortificaciones. “Habíamos confiado en él, lo considerábamos uno de los nuestros en el fondo porque procedía de una familia del PNV”, recordaba Juan Ajuriaguerra, presidente del PNV de Vizcaya. Sin embargo, él no podía ignorar los auténticos deseos de las “buenas familias” del PNV, propietarios de rentables industrias que a toda costa deseaban mantener, aunque fuese con otro régimen. De hecho se trataba de la segunda traición: el primer ingeniero que inició y planeó la línea defensiva había sido ejecutado por intentar pasar información al enemigo. Goicoechea, su ayudante, siguió trabajando en la línea. La tropa estaba perfectamente enterada de su defección. Tanto era así que bautizaron con su nombre un avión enemigo que venía en misiones de reconocimiento. Sin embargo, a juicio de Ramón Rubial, el cinturón de hierro era virtualmente inútil de todos modos. El tornero socialista que ahora mandaba el 5º batallón socialista comprobó que los fortines de cemento no estaban camuflados y que las trincheras eran anchas y rectas. “No nos inspiraba confianza”.

En el batallón de las JSU donde servía Saturnino Calvo, minero de 17 años, se olía la traición del PNV. Ellos sabían que era posible vencer de no haber estado al frente la burguesía nacionalista, que habrían podido contener al enemigo luchando en las montañas con una red adecuada de posiciones defensivas. “Pero para ello hacía falta una política de guerra que el gobierno vasco no estaba dispuesto a adoptar. Una política de tierra quemada, una guerra revolucionaria como en Madrid. Teníamos una gran ventaja sobre los defensores de Madrid: lo accidentado del terreno”. Pero en manos del PNV de poco servían las ventajas de una poderosa industria y de un terreno accidentado, muy apropiado para establecer líneas defensivas y obstaculizar el avance de las tropas.

El 17 de junio el Gobierno Vasco acordó la evacuación de Bilbao encargando su organización a una Junta de Defensa presidida por Jesús María de Leizaola, consejero de Justicia del Gobierno Vasco. Leizaola impidió que se cumplieran las órdenes del Gobierno Republicano de que se destruyeran edificios de valor estratégico e instalaciones industriales. En pocos días, entre el 22 de junio y el 2 de julio, el ejército de Franco completó la ocupación de Vizcaya conquistando sin resistencia todos los pueblos de la zona industrial y minera de la margen izquierda y las Encartaciones con sus industrias y minas intactas y con abundante material que pudo rápidamente ser utilizado e incluso exportado hacia Alemania para financiar la importación de más armamento para las tropas franquistas.

J. M. L. Espinosa, en su libro Un pueblo en marcha , llega a la conclusión de que las condiciones de la Guerra Civil eran idóneas para que el Gobierno Vasco hubiese declarado la independencia de Euskal Herria y luchado por ella, en lugar de apoyar a ninguno de los dos bandos. ¿Por qué el PNV no lo hizo? El 6 de mayo de 1937, apenas dos meses antes de la caída de Bilbao, la corriente nacionalista Jagi-jagi dirige un comunicado a ANV, PNV y ELA-STV proponiendo un Frente Nacional con el que reorientar la lucha hacia la independencia. “Habrá que buscarse el apoyo de potencias a quienes pueda interesar el que Euskadi asegure su comercio internacional, como consecuencia de su libertad nacional. Igualmente deben buscarse ayudas y ventajas de orden bélico y económico, poniéndose inmediatamente en relación con quien pudiera suministrarlas... alcanzada la independencia harán que en el más breve plazo, el pueblo vasco por medio de una Asamblea democráticamente nombrada, se haga cargo de los destinos de la república vasca”.

La burguesía vasca no lo hizo ni siquiera de forma testimonial porque su objetivo al iniciarse la Guerra Civil era preservar sus intereses de clase y también era ésa su preocupación al abandonar Bilbao. La burguesía vasca al fin y al cabo era fiel a su trayectoria histórica comportándose como un tendero incapaz de ver más allá de sus míseros cuatro cuartos. En sus primeros pasos apoyó el absolutismo frente al liberalismo, más tarde la monarquía frente a la república y ahora, sin poder confesarlo, prefería el orden católico de Franco a la independencia. La libertad nacional le servía muy poco si no evitaba el peligro de la revolución.

Si Euskal Herria hubiese resistido, la guerra podría haber tomado otros derroteros y la revolución haber triunfado en todo el Estado. En esas circunstancias la burguesía vasca probablemente sí hubiera estado dispuesta a defender con las armas la independencia de Euskal Herria para mantener la propiedad privada de los medios de producción y preservar el Estado burgués. Su prioridad hubiese sido dividir y debilitar las fuerzas de la revolución y en dichas circunstancias, probablemente, hubiese encontrado el apoyo de las potencias aliadas por la misma razón.

Otra posibilidad habría sido que Euskal Herria fuera la última en caer ante las tropas de Franco. Desde luego no habría sido gracias al apoyo de potencias extranjeras, que se lo negaron. Euskal Herria podría haber resistido si los partidos obreros hubieran tomado el control de la industria y la producción, llevando hasta sus últimas consecuencias la revolución. En esas circunstancias, como un baluarte para debilitar al franquismo y demostrar a la clase obrera las ventajas de la revolución, ¿no hubiese sido correcto defender la independencia de una Euskal Herria roja y socialista? La burguesía vasca seguramente contempló ambas posibilidades y tomó su decisión. Los intereses de clase primaron sobre todo lo demás. Ésa es la lección.

Si en lugar de Euskal Herria pusiéramos el ejemplo más verosímil de Catalunya, tendríamos opciones similares. Ante una victoria de la revolución en todo el Estado, la burguesía catalana habría abanderado la independencia para preservar su dominación sobre la sociedad. Sin embargo, ante la victoria de la reacción en todo el Estado y de la revolución en Catalunya, la izquierda tendría que haber defendido la independencia para fortificar, consolidar y más tarde extender la revolución. El derecho de autodeterminación y la independencia no son categorías abstractas a defender siempre, en cualquier momento y lugar. Son instrumentos de la lucha entre las clases y desde el punto de vista del marxismo han de estar sujetos a la defensa de los intereses generales del proletariado y de la revolución por encima de cualquier otra consideración.

Todos los éxitos logrados por el proletariado vasco y por muchos gudaris sinceros que luchaban contra la reacción fueron dilapidados por la política de la burguesía vasca que, desde el Gobierno autónomo, se dedicó sistemática y astutamente a facilitar la victoria del “orden y el catolicismo”, como habían hecho abiertamente el Araba y el Napar Buru Batzar en Álava y Navarra, respectivamente. Desde un punto de vista militar, como afirma J. P. Fusi: “La ofensiva del Norte cambió el curso y la naturaleza de la guerra. La conquista de Vizcaya fue una de las claves en la victoria de Franco”.

Pero la cosa no acababa aquí. Aguirre, como el resto de la burguesía, era consciente de que mientras la revolución continuase latente en otras partes del Estado, particularmente en Catalunya, la amenaza contra sus propiedades no habría desaparecido. Tras la caída de Bilbao y antes de la entrega de las tropas vascas a los italianos, Aguirre tomó una iniciativa que él mismo relata en su libro De Gernika a Nueva York: “En avión me dirigí a Valencia, adonde llegué una tarde de julio de 1937. El objeto de mi visita era audaz. Iba a proponer el embarque inmediato de las divisiones vascas trasladándolas al frente de Catalunya (...) Las divisiones vascas en Catalunya hubieran servido de encuadramiento a muchos patriotas catalanes y constituido un elemento que hubiera devuelto al territorio republicano la fisonomía que era necesaria para presentarse ante Europa”. ¿A qué “fisonomía” se refiere Aguirre? Él mismo nos lo explica: “La incautación de empresas, incluso extranjeras, por parte de los sindicatos, la abundancia de emblemas comunistas y anarquistas en los primeros momentos de confusión, etc., restaban simpatías en el extranjero a una causa justa por todos los conceptos”. ¿Es posible expresar más claramente el odio de la burguesía nacionalista vasca a la revolución del proletariado?

Según relata Aguirre: “En Catalunya, la desorientación y la indignación de los patriotas catalanes crecía por momentos, pues se veían desbordados por las organizaciones extremistas, las menos en número (sic), pero superiores en audacia, y la autoridad catalana se encontraba sin medios coactivos de los que le había privado la rebelión militar (...) la llegada de las divisiones vascas hubiera levantado el espíritu de la verdadera Catalunya y cambiado el rumbo de las cosas”.

La burguesía vasca, incapaz de enfrentarse a los fascistas en Euskal Herria, ofreció lo que quedaba de su ejército para aplastar al proletariado revolucionario catalán. Las propuestas de Aguirre no fueron tenidas en cuenta por Companys y otras “personalidades extranjeras” a las que visitó. Su papel contrarrevolucionario hubiese quedado demasiado en evidencia. Prefirieron apoyarse en los dirigentes del PCE, que, siguiendo las indicaciones de Stalin, se aliaron a la burguesía republicana con el fin de ahogar todo el proceso revolucionario para “ganar la guerra”. El Gobierno de Negrín, llamado el “Gobierno de la Victoria”, sirvió para estos fines.

Así que Companys, Azaña y sus asesores le dijeron a Aguirre que si tenía tantas ganas de combatir por la República lo hiciesen en el frente Norte. Tras esta respuesta Aguirre declinó toda responsabilidad y voló “a Santander dispuesto a hacer aquello que mejor contribuyera a salvar el mayor número posible de hombres”. Dispuesto, en definitiva, a dar luz verde a la firma de una paz por separado con los fascistas italianos.

El PNV dio por finalizada su participación en la guerra tras la rendición de los batallones vascos en Santoña (Santander) en agosto de 1937. Su dirigente, Juan de Ajuriaguerra, se reunió con el mando italiano y firmó un acuerdo según el cual los soldados vascos, después de rendirse, quedarían libres y exentos de toda obligación de participar en la guerra. También se prometía que la población vasca no sería perseguida. El 25 por la noche entraron los italianos en Laredo y fijaron copias de la convención en todas las esquinas. La Junta de Defensa, formada por varios nacionalistas vascos, entregó la ciudad al coronel italiano Fergosi, al tiempo que dos barcos británicos fondeaban en Santoña para transportar a quienes prefiriesen trasladarse a Francia. Poco después se desmoronaron todas las ilusiones. La convención era papel mojado ya que el Cuartel General de Burgos había ordenado que de allí no saliese nadie. Los italianos emplazaron sus ametralladoras frente al puerto para obligar a desembarcar a los que ya estaban a bordo de los buques británicos. Algunos de sus jefes estaban indignados por el triste papel que les habían obligado a representar. Y los vascos allí concentrados fueron conducidos a cárceles y campos de concentración en espera de que se decidiese su suerte.

El PNV había cumplido fielmente su objetivo: cuidar los bienes de la burguesía vasca y evitar su expropiación o destrucción por parte de los revolucionarios. En su traición trataron también de salvar su pellejo dándole a Franco muestras de “buena voluntad” al ofrecer protección a los 2.000 fascistas que fueron liberados de las cárceles tras la caída de Bilbao y conducidos en la noche por los nacionalistas para que pudiesen llegar hasta las líneas franquistas con éxito.

 

Para los gudaris vascos el balance fue algo diferente. Se calcula que entre 6.500 y 10.000 murieron en la guerra y 5.500 fueron fusilados por las tropas de Franco en la retaguardia. Solamente en el bombardeo de Gernika perecieron en unas horas 1.500 hombres, mujeres, ancianos y niños inocentes por las bombas de la aviación alemana. El número de exiliados vascos, que apenas iniciaban un camino de horror, se calcula en al menos 100.000. La burguesía vasca salvó lo suyo, las masas lo dieron todo.