Sistema kapitalistaren beste ondorio bat gehiago da faxismoa eta beharrezkoa da honekin behin betiko bukatzeko iraganeko ikasgaiak ezagutzea eta ikastea.

Si no fuese por nosotros ya no habría burguesía viva en Alemania: el bolchevismo (...) habría dado cuenta de ella hace tiempo (...). Hoy nos encontramos en el punto crucial del destino de Alemania. Si continúa el actual estado de cosas, Alemania se verá un día sumida en el caos bolchevique; pero si hay que impedir que esto suceda, nuestro pueblo debe ingresar en una escuela de férrea disciplina.

Discurso de Hitler ante el Club Industrial de Düsseldorf, 27 de enero de 1932*

Esta cita del enemigo, no en un mitin de desesperados, lúmpenes y desclasados uniformados de marrón, sino ante la flor y nata de los capitalistas alemanes, y de la mano del burgués Thyssen, financiador de primera hora del nazismo y presentador de Hitler en sociedad, refleja de forma concisa la relación entre fascismo y revolución.
Desde que el movimiento obrero existe, los burgueses han echado mano de todo tipo de elementos, especialmente de lúmpenes, para romper huelgas, apalear o asesinar sindicalistas, etc. Las bandas de matones, los sindicatos libres, los pistoleros contratados para acabar con luchas, no son un invento de Hitler o Mussolini. Estos desalmados, humanos devueltos al reino animal por la brutalidad del capitalismo, seguirán existiendo, y seguirán siendo utilizados contra el movimiento, mientras no acabemos con este sistema caduco. Contra ellos, nuestra fuerza es la unidad, la organización, la decisión, que se traducen en un enfrentamiento físico en el que tienen todas las de perder.
Pero el fascismo es bastante más que eso. Sólo entendiendo qué es, es posible saber cómo luchar contra él. Tan pernicioso es minusvalorarlo como exagerar su fuerza y sus posibilidades de desarrollo y minusvalorar la nuestra propia. En este sentido es de aconsejar la lectura de La lucha contra el fascismo, de Trotsky**, colección de artículos coetáneos al ascenso del nazismo.

Bonapartismo

La reacción burguesa es un monstruo de muchas caras. La dominación capitalista normalmente se expresa en el régimen de democracia burguesa, al menos en los países más desarrollados. Pero si el entramado de instituciones legales supuestamente democráticas, la ficción de elecciones libres, justicia independiente, etc., no impiden el desarrollo de fuertes movimientos de nuestra clase, y si la situación de debilidad de la burguesía dificulta comprar la paz social con concesiones importantes, ésta puede echarse en manos de un salvador, normalmente un militar, con el objetivo de reprimir, desmoralizar, al movimiento obrero, y de imponer sus planes. En esos casos, los capitalistas prescinden de su clase política, que apenas engaña ya a nadie con sus maneras parlamentarias. La muleta principal de la burguesía en circunstancias normales, es decir, los dirigentes reformistas (las direcciones de las organizaciones sindicales y políticas de la clase obrera), es sustituida por la represión policiaco-militar, si bien a veces el sector más degenerado de los reformistas se pone al servicio del nuevo régimen (por ejemplo, un sector de la dirección del PSOE y la UGT durante la dictadura de Primo de Rivera). Este cambio de régimen suele darse cuando ni la fraseología democrática ni los dirigentes obreros son capaces de paralizar la lucha en ascenso, que en su desarrollo puede amenazar la propia existencia del capitalismo. Ésta es la esencia del bonapartismo: la delegación del poder en una figura que se presenta como árbitro entre las clases, como moderador de los diferentes intereses, pero que inevitablemente defiende los de la clase dominante (no necesariamente sin tensiones entre ésta y aquél). El Bonaparte surge cuando existe un cierto empate entre las clases, en el sentido de que la burguesa no puede seguir dominando como antes, y la obrera no es capaz todavía de tomar el poder (para lo cual, entre otras cosas, es un elemento fundamental la existencia de un partido revolucionario con una influencia determinante en el movimiento).

El surgimiento del fascismo

El fascismo es cualitativamente distinto. Si bien el primer movimiento claramente fascista es el de Mussolini, el más clásico es el nazi. El fascismo es la movilización masiva de la pequeña burguesía arruinada de la ciudad y el campo, del lumpemproletariado, de sectores periféricos de la clase obrera y desclasados, y otras capas, en contra de la clase obrera. Y no sólo eso: para el aplastamiento de la clase obrera, la destrucción de sus organizaciones independientes, incluso las no políticas, la atomización y el amedrentamiento de los obreros en general. De esta forma la dictadura más brutal del capital se impuso con el látigo de los sectores más atrasados de la sociedad, víctimas también de ese capital, pero que se sentían alguien cuando machacaban la cabeza de los obreros. La pequeña burguesía nunca es independiente, sigue a la clase que demuestre más fuerza, sea el proletariado o la burguesía; no tiene un programa propio, no tiene una alternativa de sociedad.
El fascismo es el último camino del capitalismo. El método que queda cuando todo lo demás (las ilusiones democráticas y la colaboración de clases, el bonapartismo...) falla. Pero eso no significa que pueda ser utilizado en cualquier momento, al margen de la correlación de fuerzas. Si el régimen político del sistema capitalista cambia, es porque los capitalistas no pueden gobernar siempre como quieran. Si así fuera, nunca se saldrían de la democracia formal, que es el régimen más económico, más estable y más seguro.
Para tener a las masas de la pequeña burguesía movilizadas contra la clase obrera, es imprescindible, en primer lugar, una crisis social fuerte. De otra forma, esas masas continuarían con la rutina de su vida conservadora, religiosa, seguirían siendo rehén, en su mayor parte, de los partidos de derechas. El capitalismo ha de poner todo el peso de su crisis en los hombros de ellas, como en las de los obreros. En segundo lugar, es necesario que esas masas hayan perdido la esperanza de la revolución obrera. Es decir, que no vean en el proletariado una alternativa de sociedad, y que no vean suficiente decisión, valentía y fuerza en ella para imponerla a los burgueses. Antes de que eso ocurra, tendremos una y mil ocasiones de arrastrar, si no a todos, a una gran parte hacia nuestra lucha, y de inhibir a los menos proclives. Por último, la burguesía ha de fracasar en cualquier otro método de dominación.

La experiencia histórica de Italia y Alemania

En Italia el triunfo fascista en 1922 nunca hubiera ocurrido sin la derrota del movimiento revolucionario de 1920, echada a perder por la actitud contrarrevolucionaria de la dirección socialdemócrata y por la inexperiencia del joven PCI. En Alemania el proletariado, derrotado en 1918-19 y en 1923-24, era lo suficientemente fuerte como para amenazar, desde finales de los veinte, a un capitalismo en declive, que combinaba el corsé de las condiciones de Versalles con los efectos de la crisis de los treinta. Pero no era lo suficientemente fuerte como para tomar el poder, y no lo era porque carecía de una dirección revolucionaria. La República de Weimar, el régimen democrático burgués que surgió del fracaso revolucionario de 1918-19, era un régimen de concesiones al proletariado, fruto de la correlación de fuerzas favorable de esos años, y precisamente por eso, en época de crisis económica y social, era un lastre para el capital. Frente a ella, se intentó diferentes modalidades de bonapartismo, pero ninguna de ellas fue capaz de solucionar los problemas de fondo, es decir, de eliminar el peligro potencial de la revolución. Sólo quedaba la solución del nazismo.
Al fascismo no se le combate con la bandera de la democracia en general; esa abstracción es traducida por las masas en la democracia que existe, en la burguesa. Y es precisamente la crisis de esa democracia lo que da fuerza al fascio. La única forma de cohesionar a las propias filas, las del proletariado, dándoles la fuerza de una sociedad mejor por la que luchar, y a la vez de desmoralizar y desmantelar la base social del fascismo, la pequeña burguesía y el lumpemproletariado, es con un programa revolucionario. Incluso sectores importantes de las capas medias, que en su agonía buscan desesperadamente consuelo en la reacción fascista, pueden apoyar un nuevo orden socialista, siempre y cuando vean determinación en la clase obrera. Pero esta determinación no la crea reivindicaciones vacías de contenido como "defender las leyes democráticas", o "la libertad de prensa" (que ya sabemos quién puede ejercer), o "la justicia independiente". No, se trata de defender todas las posibilidades de organización y lucha de la clase obrera, de sus asociaciones, de sus locales, de sus militantes. Se trata de preservar las conquistas que la clase obrera ha arrancado en su lucha. Pero en circunstancias tan excepcionales, la defensa se puede (y se debe) convertir rápidamente en ofensiva. Los partidos burgueses democráticos apresuradamente se inclinan hacia el fascismo, la pequeña burguesía, antaño base social de la democracia burguesa, enloquece y busca una salida, la propia clase obrera ve cómo las leyes democráticas impiden el avance de su lucha, tomar medidas eficaces contra el paro masivo, la inflación desbocada, y los propios ataques fascistas. Así pues, la única forma de garantizar el nivel de organización de la clase es con la alternativa de la democracia obrera. Expropiando a las grandes empresas pondremos todos los recursos -creados por nosotros mismos- al servicio de nuestros intereses; acabaremos con el paro masivo; y cerraremos el grifo de las cuantiosas subvenciones recibidas por la canalla fascista.

La táctica del frente único

Sin embargo, defender ese programa no suele ocurrir en el vacío. Incluso en una situación tan límite como la alemana de principios de los treinta, los dirigentes tradicionales de la clase obrera eran reformistas, es decir, habían abrazado de hecho el sistema capitalista. Estos dirigentes tenían pavor a las masas -a su propia base social- movilizadas, para ellos la participación de los trabajadores en la política es un abismo, que les puede empujar a ir mucho más allá de lo que desean. Antes que poner en peligro el capitalismo, estaban dispuestos a no movilizar contra el fascismo, ¡a pesar de que éste incluso amenazaba sus cabezas! La primera prueba fue en Italia, pero la decisiva fue en Alemania, donde el propio Hitler se vanagloriaba de haber tomado el poder sin guerra civil. La socialdemocracia del SPD apoyó cualquier solución bonapartista como mal menor frente al fascismo (sin entender que esas soluciones sólo preparaban el camino a éste), se negó a la unidad de acción con el resto de partidos obreros, especialmente el KPD (el comunista), y en contraposición formó el Frente de Hierro con organizaciones liberales. Su programa siempre fue el de defensa de la República de Weimar. Por supuesto, el Frente de Hierro, lastrado por ese programa y con la excusa de la participación de liberales, no organizó ninguna lucha seria contra el fascismo. Sustituir la dirección reformista con una dirección revolucionaria, o sea, dotar al proletariado de un programa socialista, el único programa consecuentemente antifascista, es imposible con ultimátums o sectarismos. Si el KPD hubiera sido realmente bolchevique y no estalinista, habría entendido la táctica del frente único de clase, explicado por Lenin y aplicado en agosto de 1917, cuando la Revolución Rusa estaba en peligro de muerte por la intentona militar reaccionaria de Kornilov. Ganar a la base social de los mencheviques y socialrevolucionarios hubiera sido imposible sin esa táctica.

* Quién financió a Hitler, de James y Suzanne Pool, Ed. Plaza y Janés, 1981.
** Fundación Federico Engels, 2004.

 

Los años treinta fueron años de revolución y contrarrevolución en todo el mundo. La brutal crisis económica, la memoria de la matanza de la Gran Guerra, pone encima de la mesa la tarea y la posibilidad de la revolución. Pero también crea la posibilidad del fascismo, es decir, la movilización de las masas de pequeñoburgueses enloquecidos y lúmpenes contra la clase obrera, al servicio del capital. Los sectores decisivos de la burguesía se inclinan, como último recurso, por los fascistas, en Alemania, Austria y otros paí-ses, y algunos sectores flirtean con ellos, o los utilizan, en casi todos los países europeos. Pero la derrota sin lucha del poderoso proletariado alemán, el más organizado del mundo, pone en alerta a los trabajadores de toda Europa. Los fascistas tendrán que derrotar a los trabajadores austriacos antes de que en 1934 tome el poder Dollfuss. Como explicaba Marx, a veces la contrarrevolución es el látigo de la revolución.
El primer intento serio de un movimiento fascista español es la CEDA. La nutren los terratenientes y caciques agrarios y la masa de pequeños y medianos propietarios agrícolas de Castilla la Vieja y de obreros católicos atrasados. Con estos mimbres tan deteriorados un sector creciente de la burguesía, comenzando por el más ligado a la vieja aristocracia y a los curas, intenta preparar una alternativa a la revolución. Gil Robles, Jefe de la CEDA, émulo frustrado de Mussolini, intenta movilizar a los sectores más atrasados contra los rojos. La CEDA llega a tener 700.000 militantes, pero el ariete de su movimiento fascista es la JAP, Juventud de Acción Popular. Mientras la cúpula cedista arengaba con discursos fascistas ("necesitamos el poder", decía Gil Robles en octubre de 1933, "llegado el momento, el parlamento, o se somete, o le hacemos desaparecer (...). Queremos una patria totalitaria"), sus fuerzas de choque, la JAP, perseguían a los militantes de izquierda e intentaba amedrentar -con poco éxito- las huelgas y las movilizaciones.
La CEDA, plagiando a Hitler, pretendía llegar al poder combinando maniobras políticas por arriba y la violencia contra el movimiento obrero (y de las nacionalidades) por abajo. Las elecciones de 1933, ganadas por la derecha en su conjunto, dieron la mayoría simple de diputados a la CEDA. Sin embargo, la burguesía y el aparato cedista buscaron el mejor momento para su entrada en el Gobierno. Justo después de la derrota de la gran huelga jornalera de junio de 1934. Octubre del 34, aun siendo una derrota, que cobró un alto precio en la vida de miles de obreros, determinó de forma precisa la correlación de fuerzas. El fascismo podía triunfar, sí, pero no antes de entablar feroz lucha con un movimiento revolucionario fuerte, animado, rabioso, que aun sin dirección clara, era capaz de luchar a muerte, de plantar cara a la hiena fascista. Dos años después, en las jornadas de julio del 36, el proletariado industrial y agrícola lo demostró, y tomó la revancha.

Alianzas Obreras contra el fascio

De forma instintiva, sin la ayuda de sus dirigentes, las masas revolucionarias entendían cómo luchar contra el fascismo. Las Alianzas Obreras, surgidas en Catalunya en febrero de 1933, y extendidas a Andalucía, Madrid, Valencia, Asturias, etc., eran la coordinación de las diferentes organizaciones (sindicales y políticas) de la clase para luchar contra el enemigo común: el fascismo. Un partido bolchevique habría participado entusiastamente de ese frente único de clase, intentando desarrollarlo hacia abajo (AOs en cada barrio, fábrica, etc.) y convertirlo en sóviets, en embriones de poder obrero. Habría vinculado la lucha antifascista con la movilización contra el paro masivo y los salarios de miseria, por los derechos democráticos de las nacionalidades, por un plan estatal de inversión masiva y por la expropiación de latifundios y grandes empresas para llevar a cabo esas medidas. El drama es que ese partido bolchevique no existía. Las AOs (salvo en Asturias, en parte) no pudieron superar sus limitaciones: por un lado, no pasaron de ser acuerdos de organizaciones por arriba sin dar cauces a la participación y control de los trabajadores por abajo; por otra parte, no supieron orientarse a la base de la CNT -la principal organización obrera- para luchar contra los prejuicios antipolíticos y sectarios de su dirección, y obligarla a integrarse en las Alianzas. A nivel de programa, si bien las de Cataluña y Asturias vinculaban el antifascismo con la necesidad del socialismo, no se intentó ninguna vinculación entre la insurrección antifascista y revolucionaria que tendría que llegar -y que llegó, en octubre del 34, cuando la reacción se sentía más fuerte-, y las luchas que obreros, campesinos y nacionalidades oprimidas protagonizaban.

¿Cuál es la táctica leninista del frente único de clase?

Se trata de organizar la lucha conjunta contra la reacción (fascista o bonapartista), con el objetivo de defender cualquier organización obrera, cualquier local o militante, y de luchar por reivindicaciones que debiliten al enemigo (depuración del aparato del Estado, derechos democráticos para la policía y su control por parte de los trabajadores...). A la vez, se trata de mantener la independencia política de cada partido: los revolucionarios han de preservar a cualquier precio el derecho de criticar a los reformistas, pues es su política, su defensa del capitalismo, lo que permite la expansión del fascismo. La lucha conjunta demuestra quién es el más resuelto luchador antifascista, o mejor dicho, quién tiene un programa que sirve más para la lucha antifascista. Las reivindicaciones defensivas pueden convertirse rápidamente en ofensivas, y los comités de frente único, si son abiertos a todos los trabajadores y no burocráticos, pueden convertirse en sóviets, en órganos de democracia obrera que en un determinado momento pueden sustituir las carcomidas instituciones burguesas. Si la dirección socialdemócrata no acepta la unidad de acción queda en evidencia ante su propia base y demuestra su inacción.
La ceguera sectaria y los intereses burocráticos primaban en la mayoría de dirigentes cenetistas, que rechazaban despectivamente las AOs por la participación de partidos políticos y por su "origen marxista". Fue un drama que mientras los trabajadores asturianos luchaban en unidad de acción contra las tropas de Franco y por la revolución, en Octubre del 34, el Sindicato Federal Ferroviario de la CNT se negaba a hacer huelga y, por tanto, a impedir el transporte de material militar y soldados para la represión en Asturias.

Del ‘socialfascismo' a los Frentes Populares

En cuanto al PCE, desgraciadamente, su dirección estalinista no basaba su acción política en los intereses de la revolución, sino en los de la camarilla burocrática que se había adueñado del poder en la URSS y del control de la Internacional Comunista. La teoría del socialfascismo fue decisiva para el triunfo del nazismo. Según esa teoría, puesto que fascistas y socialdemócratas eran diferentes instrumentos para mantener la dictadura del capital, no había que hacer distingos entre ellos. Tan enemigo eran los fascistas puros como los socialfascistas (o los trotskofascistas y los anarcofascistas, por supuesto). En la práctica, esto significó cerrar el camino a los millones de trabajadores socialdemócratas, y minusvalorar el peligro fascista.
No era inevitable que los nazis tomaran el poder. Por supuesto que tenían fuerza. En las últimas elecciones libres, en noviembre de 1932, obtuvieron casi doce millones de votos. ¡Pero la suma de votos al SPD y al KPD fue de más de trece! Más importante que eso es que la suma de las milicias obreras daba alrededor de un millón de milicianos. Millones de trabajadores afiliados a sindicatos eran la base fundamental para una resistencia bien organizada contra el fascismo. No es comparable con la base nazi. No tienen la misma fuerza mil mineros (sobre todo si tienen un programa y una dirección que les anime a la lucha) que mil abogados, tenderos y lúmpenes. Sólo la desorganización del proletariado permitió que la escoria fascista se adueñara de la calle. Millones de obreros esperaban una orden, que nunca llegó, una orden acompañada de un plan serio, de reivindicaciones precisas, para parar la producción, para salir a la lucha, acorralando a los nazis en sus propias guaridas. El drama del triunfo nazi, del holocausto, de la Segunda Guerra Mundial, del capitalismo en general, es el drama de la falta de dirección revolucionaria en Alemania en los treinta.
A raíz del triunfo nazi hubo un cambio en la estrategia de la burocracia estalinista. Frente al peligro que venía del Este (la URSS era el enemigo declarado de la Alemania hitleriana), Stalin, que siempre maniobraba con una visión de corto plazo, buscó una alianza con las democracias burguesas, especialmente Francia y Gran Bretaña, pensando que esos burgueses liberales se aprestarían a controlar la agresividad nazi. Afianzar esa alianza exigía demostrar responsabilidad, es decir, renunciar a la revolución, llamar a la moderación de las reivindicaciones para hacerlas asumibles por los burgueses, olvidarse del socialismo, al menos, hasta que el peligro del fascismo hubiera pasado. El estalinismo contribuyó con el reformismo a evitar la revolución en el Estado español.
El instrumento fueron los Frentes Populares. Al contrario que las AOs y que el frente único propuesto por Lenin, los Frentes Populares eran la alianza de los partidos obreros -y los PCs en primer lugar- con los partidos burgueses liberales, como Izquierda Republicana de Azaña, e incluso con el clerical y reaccionario PNV. La "alianza antifascista", interclasista, exigía a la clase obrera sacrificios de todo tipo, olvidarse no sólo de la revolución, sino de cualquier mejora significativa en sus miserables condiciones de vida. El problema es que la lucha antifascista de los liberales empieza y acaba en el parlamento y en el salón de sus buenas mansiones, y así no se derrota al fascio. El golpe del 18 de julio fue en primera instancia aplastado sólo porque las masas obreras y campesinas salieron a la calle, se armaron y se organizaron, mostrando la determinación de la que carecían el Gobierno republicano y la mayoría de sus dirigentes. Pero esas masas escribieron esa gesta sólo porque entendieron que aplastar el fascismo era una parte más (y muy importante) de su lucha por acabar con la explotación. Demostraron que el antifascismo iba de la mano de la revolución, al tomar el control de las principales empresas y tierras. En la medida que la guerra antifascista fue perdiendo su contenido revolucionario ante la población (no sin grandes resistencias), el desánimo se adueñaba de los trabajadores, los campesinos gallegos, navarros o castellanos encuadrados en el Ejército franquista no tenían motivos para rebelarse y jugarse la vida, y el fascismo se pudo imponer.
Las posibilidades de un régimen fascista hoy son minúsculas. Su base social no tiene hoy la fuerza numérica del pasado. El proletariado es absolutamente mayoritario y las capas medias, en parte, están más en contacto con la clase obrera, más influidas por ella. Pero esta época de decadencia del capitalismo, tras el largo paréntesis del auge de la posguerra, sí alimenta todo tipo de movimientos reaccionarios que son un peligro para la clase obrera. El empleo de bandas fascistas y, a más largo plazo, la búsqueda de alternativas bonapartistas, por parte de la burguesía en declive, es inevitable. Enfrentarnos a ello exige la máxima unidad de nuestra clase, la máxima organización (incluyendo la autodefensa), la máxima determinación, y un programa que conecte las necesidades inmediatas, con las reivindicaciones de defensa de nuestros derechos democráticos, y con la imperiosidad de la democracia obrera.